La economía argentina empezó un proceso inflacionario, después de la tranquilidad que siguió a la explosión del 2002, a partir del 2006.
En ese momento, se instrumentaron diversos acuerdos y controles de precios, al menos, para ciertos productos y servicios específicos.
Ante el fracaso de estas medidas, y en un intento de evitar que esa aceleración de la inflación se propagara a las negociaciones salariales y escalaran las expectativas, se decidió, a principios del 2007, dejar de controlar los precios, y pasar a controlar el índice.
Se intervino el INDEC y se comenzó a alterar la metodología y los datos de precios de distintos rubros, de acuerdo a su variación estacional, para manipular el resultado.
Este intento de “coordinar expectativas” con un índice trucho también fracasó, dado que la gente empezó a notar, claramente, las burdas diferencias entre lo que sostenía el Gobierno y lo que le costaba llenar el changuito. Hasta los líderes sindicales más afines a la gestión K comenzaron a negociar sin tener en cuenta los precios oficiales.
Obviamente, como este Gobierno nunca reconoce un error, se persistió en la destrucción institucional de un bien público central, como lo son las estadísticas, ahora con la “excusa” de reducir los pagos de la deuda indexada. Es decir, se decidió “defaultear” parcialmente la deuda en pesos ajustables, que había emitido el mismo Gobierno, cerrando, de esta manera, la posibilidad de acceder al mercado voluntario de deuda a tasas razonables.
Por lo tanto, la política antiinflacionaria oficial se concentró en manipular el índice de precios oficial. En controles y acuerdos de precios sectoriales para algunos productos y servicios sensibles. En una maraña de subsidios, repartidos con total discrecionalidad e intermitencia, para alejar los precios de la energía y de algunos alimentos, de sus verdaderos costos de producción, o de sus precios alternativos en la región y en el mundo. Desalentando la oferta privada de largo plazo de petróleo, gas, generación de electricidad, carne, lácteos, etc. Mientras tanto, la política fiscal seguía aumentando el gasto al doble del ritmo de crecimiento de los ingresos. Y la política cambiaria se concentraba en mantener, en lo posible, el diferencial entre el real, el euro y el peso a favor de un tipo de cambio “competitivo”. La política monetaria, por su parte, hacía lo que podía para acomodarse a la evolución del PBI nominal y no exagerar con la expansión monetaria derivada de la compra de dólares del balance comercial. Con este panorama, la inflación argentina se posicionó “tranquila” en la banda del 20-25% anual, de la que sólo se bajó a la banda del 15-18%, con la recesión de la primera mitad del 2009. Desde el punto de vista de la política antiinflacionaria macro, la Argentina es, claramente, un país a la deriva. O como expresó sin eufemismos un colega “heterodoxo” hace unos días en otro medio, “un país sin gobierno”.
Pero no se preocupe tanto, aun un barco a la deriva, si los vientos y el oleaje le son favorables, puede llegar a buen puerto.
¿Qué es buen puerto, en este contexto? Que la inflación no espiralice descontrolada y se destruya la demanda de pesos. ¿Cuáles son los vientos favorables? Un nuevo récord de producción de soja a buenos precios, que le permitirá al Banco Central administrar el tipo de cambio y maniobrar, como hasta ahora, entre el real y el euro, quizás atrasando el peso un poquito. Los controles de cambio, que le impedirán a Néstor y al resto de los compatriotas comprar más de US$ 2 millones por mes (aunque seguramente aumentará la brecha con el mercado libre). Alguna baja estacional en productos sensibles. Y el mercado que impedirá el traslado total de ciertos costos e incrementos salariales. Eso nos dejaría, con suerte, de nuevo, en la banda del 20-25% anual en la que veníamos antes del 2009. Es lo máximo que podemos pedirle a un país sin rumbo en materia macroeconómica. Con un Gobierno dedicado a negociar caja y poder para llegar de la mejor manera posible al 2011. Y un Banco Central que, además de hacer lo mismo que ya se venía haciendo, intenta ahora “inventar” crédito para alentar la oferta que el mismo Gobierno desalentó durante todos estos años.
Un amigo me recordó los otros días una extraordinaria frase de Tato: “Si no fuera porque es en serio, sería para c… de risa”.