En diciembre de 1983, en la Argentina las esperanzas se cifraban en la restauración del Estado de Derecho y en el alumbramiento de una sociedad tolerante y pluralista. Se percibía la certidumbre del fin de un ciclo histórico, signado por el desencuentro, la inestabilidad institucional y el desprecio a las formas republicanas, por los militares –prioritariamente– pero con la aquiescencia cómplice de amplios sectores civiles. Se percibía un adviento laico.
La sociedad en su conjunto anhelaba dejar atrás, definitivamente, los seis golpes de Estado cívico-militares del siglo XX, a los que había que sumar más de cuarenta conatos y planteos militares. De esas acciones se destaca por su vesania la masacre de un pueblo inerme e indefenso en Plaza de Mayo, el 16 de junio de 1955, que provocó más de 300 muertos y un número no definido de heridos.
Entre 1955 y 1983, los militares se autoimpusieron el rol de tutores de la República y última reserva moral de la misma. Una especie de “casta salvadora”, que contó con el apoyo de los sectores del privilegio y la reacción, constituidos en grupos de interés, ante un pueblo marginado de la posibilidad de elegir, conculcada por los autoerigidos censores de la República.
Con el advenimiento de la democracia, la Fuerza debió superar lamentables desencuentros internos y pasiones equivocadas. Algunos pretendieron imponer soluciones al margen de la ley, el orden y la disciplina, alentados por la carencia de liderazgo de los mandos de entonces. El Ejército, unívocamente cohesionado en torno a la disciplina, dominó los alzamientos ratificando que la integración y subordinación al poder civil eran un camino sin retorno. Ello no fue fácil y demandó derramamiento de sangre. La dolorosa experiencia cerró definitivamente las disensiones internas, restableciendo el principio de autoridad y disciplina.
Restaba aún superar las secuelas de la derrota de Malvinas, de la lucha fratricida y la institucionalidad criminal de la última dictadura.
Ello imponía enfrentar la situación y restablecer en plenitud la cohesión interna y el sano –pero no corporativo– espíritu de cuerpo y evaluar en forma crítica el pasado, con coraje, verdad y sin eufemismo alguno. También un cambio de cultura con centro de gravedad en el Sistema Educativo del Ejército. El lema fue: “No más parálisis por análisis”.
Con una acción docente se concientizó en oficiales y suboficiales el respeto por la Constitución nacional y las instituciones de la República, la subordinación al poder civil, que la dignidad del ser humano es intocable y que el militar es un ciudadano de uniforme. Actuamos sin directiva alguna del poder político. El 25 de abril de 1995, institucionalmente –sin autorización ni previo conocimiento del gobierno– aceptamos públicamente que algunos hombres del Ejército habían cometido actos atroces y crímenes de lesa humanidad. Tenía la certeza de interpretar el sentir de miles de militares –en actividad y en retiro–, que me dieron comprensión y apoyo.
Reconozco que algunos militares en situación de retiro –acompañados por grupos de civiles– intentaron oponer, sin éxito, una oposición cerril desde fuera de la Fuerza, pero se trataba de la conocida calaña que ha alentado no pocas desventuras y desencuentros.
El mensaje institucional del Ejército –que se conoció como “autocrítica”– fue acogido favorablemente por la sociedad argentina y la opinión pública internacional. Soy consciente de que se trató de un pequeño paso hacia la reconciliación y que contribuyó a encaminarnos a la ansiada concordia. Ello es un buen motivo para conmemorar los 25 años consecutivos de democracia.
*Tte. gral. (R). Jefe del Estado Mayor General del Ejército de 1991 a 1999.