Me llega Los incapaces, de Alberto Montero (Temperley, 1954), uno de los libros más originales que haya dado la literatura argentina reciente aunque, paradójicamente, se basa en otro autor. El narrador habla de “éstas, mis maneras bernhardianas de hacerme de la palabra escrita, y a través de éstas, mis estrategias asociativo-analíticas de confesar, y de confesarme, y, entonces, de real-izar y real-izarme, novelísticamente hablando”, y a lo largo de cuatrocientas páginas utiliza el estilo rumiante y furioso de Thomas Bernhard, potenciado por la ausencia de un punto seguido en toda la novela. Los incapaces desgrana el discurso en primera persona de un psicoanalista de sesenta años, desesperado y con veleidades de escritor, anclado en el conurbano bonaerense para complacer los deseos de su padre y su hermano a quienes amó y odió como a nadie.
El protagonista se llama T. Monroe, anagrama de Montero, y se expresa en una especie de castellano neutro que remite al doblaje centroamericano, en el que se llama “barbacoa” al asado y en el que las expresiones locales como “un pueblo de mierda” vienen seguidas de la muletilla “como dirían en Clayburg”. Clayburg es el lugar donde nació Monroe y al que volvió a vivir después de un tiempo en Kellner, un eufemismo por Buenos Aires: la cartografía de la novela está compuesta exclusivamente de nombres ingleses. Monroe habla una y otra vez (de todo se habla una y otra vez en Los incapaces) de una serie de novelas autobiográficas inconclusas de la que Los inútiles sería la culminación, el ingreso a una anhelada carrera literaria o el preámbulo del suicidio. Montero escribe en la tradición de Bernhard como también lo hace Horacio Castellanos Moya en El asco, pero sus reticencias lo emparentan más bien con las de Matías Alinovi en La Reja, cuya prosa verseada revela la misma dificultad para escribir sobre el Gran Buenos Aires si no es con subterfugios que eludan el abrazo del oso del naturalismo: desde El matadero, los escritores argentinos siguen fascinados y horrorizados con la barbarie bonaerense desde una civilización que no hace pie.
También me llega La introducción, la última novela póstuma de Fogwill, cuyo amable salvajismo fue siempre urbano y se ejerció desde el horizonte altamente racionalista de la elite profesional y cultural porteña. A diferencia del absurdo Monroe, el envarado Fogwill no fue un marginal que aspiraba a entrar de algún modo en el castillo de la respetabilidad intelectual con las herramientas de la plebe estudiosa y La introducción es representativa del lugar desde el que escribió. Al principio, el libro parece un homenaje a Aira, con su gigantesco y fantasioso gimnasio termal en Flores y con sus disquisiciones sobre los laberintos de la mente; después se vuelve más típicamente fogwilliana, con sus diatribas contra el aborto, sus burgueses con veleidades deportivas y la minuciosa descripción de la performance del protagonista en su workout. Pero el tramo final, dedicado al amor de una pareja irregular y a una elegíaca despedida de los momentos de contemplación que van más allá del placer y del dolor, es de una enorme belleza. Poder evocarla es el mayor privilegio de los escritores de la civilización, la alquimia que transforma la banalidad de la vida.