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La bañera de Puig

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| Cedoc

Algo de razón tiene Vargas Llosa cuando dice que la obra de Puig carece de la trascendencia revolucionaria de otros autores del siglo XX, pero la caga cuando le adjudica esa trascendencia a Borges, menos innovador que el más juicioso discípulo de Puig. Tiene razón cualdo tilda la obra de Puig de ingeniosa y brillante, poco profunda y artificiosa, “subordinada a las modas y mitos de la época en que se escribió como para alcanzar la permanencia de las grandes obras literarias”: es por todo eso que nos gusta. Tiene razón cuando lo compara con Corin Tellado: amamos a Corin Tellado. Hasta tiene razón cuando encuentra el estilo de Puig calcado del de Ivy Compton-Burnett; lo que pasa es que en los libros de Ivy Compton-Burnett nadie habla como nuestras tías.

Poco a poco los ensayos alrededor de Puig crecen y no dejan de crecer: algún día superarán a los de Kafka, quien al parecer tiene el récord, y a los de Borges, que le sigue: en este mundo siempre somos el Ronaldo de un Messi. (Abandono esta manía antiborgiana: Chitarroni me dice: “Todo lo bueno que el siglo XX aprendió lo aprendió de Borges. Godard y Wilcock se dieron cuenta. Hasta Aira, después de sus pataleos iniciales. Tu rechazo hacia él es un poco infantil. Pero eso es también tu encanto: cierto plural y pueril salvajismo”).

Acaban de tirar abajo la casa natal de Manuel Puig en General Villegas, que desde ahora y a todos los efectos se llamará Coronel Vallejos, el pueblo donde Puig ambientó sus dos primeras novelas, La traición de Rita Hayworth (1968) y Boquitas pintadas (1969), las que le valieron el odio de casi todos y el apelativo de “puto de mierda”, apelativo que a esta altura alcanzó el rango de elogio.

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Tengo amigos en Coronel Vallejos que periódicamente me acogen; a mí y a muchos más. Entre ellos al español Andrés Barba, que cuando viene a la Argentina lo hace en busca de dosis de argentinidad, cosa que en Buenos Aires escasea. De modo que una vez, hace unos años, nos fuimos a Coronel Vallejos a visitar a Paco Gómez, y una vez allí, después de hacer todo lo que obligatoriamente debe hacerse cuando se llega a Coronel Vallejos (comer asado, andar a caballo, dormir y beber a la luz de una fogata), se nos ocurrió visitar a Patricia Bargero, tal vez la mayor divulgadora de la obra de Puig, que vive en la que fue la segunda casa del escritor en el pueblo. 

Encantadora, Patricia nos recibió en su casa. Tomamos café y charlamos. Entonces la casa natal de Puig estaba en pie, y la charla discurrió entre ella y la residencia actual de Patricia, las fotos que decoraban las paredes (una hermosa sesión fotográfica en la que Marta Merkin, amiga del escritor, había retratado a Puig en su casa de Cuernavaca, en México, a fines de los 80).

Ahora permítaseme una pequeña digresión. Hay cierta caracterización dogmática que acorta caminos y evita prolegómenos: la gente que ama a Puig y a los gatos es más solidaria que la que odia a Puig y a los gatos. Se me dirá que lo que acabo de afirmar es tan absurdo como decir que quienes aman el tiramisú son más solidarios que los que aman el flan con crema. Y sin embargo sigo pensando que las dos afirmaciones son ciertas. 

En determinado momento, Bargero nos informó que ella poseía la bañera de Puig, aquella en la que tal vez Male Delledonne, su madre, lo había bañado durante los primeros seis meses de edad. Patricia la había rescatado de la antigua casa natal, esa que ahora fue derrumbada. La bañera adornaba el patio, emplazada contra una pared, convertida en un gigantesco macetero. Fumamos en el patio, en silencio, observando la bañera. 

Coronel Vallejos perdió una casa, de acuerdo, pero lo importante sigue vivo.