Otro año que se va. Pésimo, a juzgar por todos los balances. No hay ni una sola noticia que sirva como buena. Todo lo que se ahorrará de los jubilados no irá a parar a ninguna obra de la que ufanarse. Y les pagaremos en Lebacs por dos generaciones los servicios prestados. Hoy espero que no debamos raspar además del erario público la transformación del aeropuerto de El Palomar en una base de low cost para beneficiar a un par de empresas privadas.
En semejante panorama umbrío, me entero por Facebook de la súbita muerte de Susana Anaine, lingüista, profesora en mayúsculas, amante de la comunicación. Cada vez que tuve una duda con palabras le escribía para consultarle. Apenas nos conocíamos personalmente. Y sin embargo, ahí estaba siempre. En mi imaginación, nadie sabía tanto como ella. O al menos, nadie que estuviera allí para ayudar, como una eterna biblioteca sonriente.
Hace años, Laurie Anderson escribió unas líneas tan sencillas que me resuenan en la cabeza como si la frase estuviera desde siempre: When my father died we put him in the ground. When my father died it was like a whole library burned down. (“Cuando mi padre murió lo pusimos en la tierra. Cuando mi padre murió fue como si se hubiera incendiado toda una biblioteca”.) La sentencia se torna literal, para mí, en el caso de Anaine.
Después de su muerte, en Navidad, me entró una llamada desde el Facebook de Susana. Supongo que su familia administra la cuenta para comunicar la mala nueva. Así que atendí sin miedo. No había nadie al otro lado. Así será a partir de ahora. Y yo lo siento mucho.