No vale la pena seguir subrayando la baja calidad periodística (para no hablar del pésimo sentido del humor urdido por sus guionistas) del programa del señor Lanata. Después de todo, en su horizonte de debate está en 678, otro de esos programas formulaicos de la televisión vernácula.
En cambio, las sucesivas “revelaciones” de un entramado de corrupción enquistado en el núcleo más duro de la actual gestión de gobierno (muchas de ellas ya expuestas desde hace mucho tiempo por la prensa escrita) quitan el aliento por la horrenda claridad del dibujo y la torpeza de sus participantes.
Es como si los involucrados hubieran perdido hasta el saber-hacer del corrupto, cuyo mandamiento principal es ocultar los rastros de la infamia.
La escritura ha sido siempre (desde Platón hasta Lévi-Strauss) una tecnología sospechada de contribuir al empobrecimiento de la conciencia humana o, sencillamente, de profundizar las diferencias sociales y los mecanismos de sujeción al poder. Pero, por otro lado, podría decirse, la masa de discurso escrito (de inscripciones, trazos, registros y documentos) constituye un archivo de lo vivido y lo actuado (y no necesariamente de lo pensado) que, debidamente intervenido, arroja los pavorosos resultados en los que el periodismo televisivo hoy tanto se regocija.
Como esa masa de inscripciones es, para cualquier ciudadano corriente, aplastante, muchas veces constituye una maraña indescifrable, una acumulación insensata para la cual hace falta una inteligencia siempre alerta para detectar las irregularidades y, por lo tanto, el camino del delito.
En términos de analogía: al dejar tantas informaciones contradictorias o incriminatorias sobre el propio lugar en el mundo, los corruptos no están haciendo buena letra.
Porque si bien es imposible sustraerse a la compulsiva inscripción y registro de lo que uno es (es decir, de lo que uno hace) en los archivos públicos del mundo, se podría procurar un trazo elegante, un ideograma bello a la vista en el que la honestidad (verdadera o impostada) brillara con la luz que se merece. Los que resisten el mal de archivo propio de la época no son necesariamente los más coherentes sino los mejores calígrafos.
La caligrafía es el arte de escribir con trazos bien formados y, al mismo tiempo, el conjunto de rasgos propios de una persona, de una época, o de una comunidad. Por eso existen los peritajes caligráficos, que pretenden, más allá de la autenticidad, deducir del trazo, la letra o la inscripción una psicología entera.
El general con una mansión en un barrio cerrado, el monotributista magnate de la pesca o la productora cinematográfica que firma sus propios subsidios no han hecho un bonito dibujo ni un trazo elegante de su paso por el mundo, y más tarde o más temprano los peritos calígrafos (o los críticos de la escritura, entre los que me cuento) les demostrarán su pereza o su ansiedad en el momento en que tuvieron que inscribirse en la historia.