Caigo en contradicciones: me gusta la televisión, pero la prefiero distante. No miro televisión de aire y los shows con “soñadores” me dan náusea (no por los soñadores, sino por el escaso profesionalismo, la falsa intensidad, los gritos, la corrupción y la promoción de identificaciones narcisistas: “Es lo que el público quiere”). Me refugio en “la otra televisión”, la que dan por cable. Naufrago en interminables rondas de zapping. No dan nada interesante y, para peor, la publicidad me deprime. Recuerdo las buenas épocas de promesas falsas: abonarse al cable permitiría mirar programas sin cortes publicitarios. ¿Cuándo dejó de ser así y por qué lo permitimos? Ahora la compañía que me provee de chatarra audiovisual ofrece una promoción con casi todos los canales premium gratis durante dos meses. La ronda del zapping aumenta considerablemente, pero sigo sin encontrar nada (noches atrás volví a ver Blade Runner, y fue tan feo). Al menos en los canales premium no hay publicidad. Nos dicen, nos están diciendo, que para no tener que enfrentarnos con la miseria mental de los publicistas, con su vileza, con su vocación siniestra para arruinar todavía más el mundo, tenemos que pagar dos veces. Pagar no para poder ver una programación mejor (cuanto más nuevas son las películas, peores son: es una ley de hierro), o más específica, o menos entregada al sinsentido de la vida (a la imaginación de la catástrofe), sino para poder abstenernos de la parte más infame y degradante de la cultura, la maldad concertada, la carcajada sarcástica con que se postula la estupidez de las audiencias.
Debería no mirar televisión (me extraña no poder abandonarla como se abandonan las causas perdidas, como abandoné el cine sin remordimientos), pero no puedo dormirme sin la constatación de que, salvo por Seinfeld, la inteligencia se retiró de la pantalla chica. Exagero: está Lost, pero sigo Lost a través de Internet (quedan sólo dos capítulos antes del final de temporada), como otras series cuyas temporadas completas bajo con paciencia y sin certezas. Al menos no estoy pagando para equivocarme, y me salvo de la contaminación publicitaria.