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La civilización malla

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“Llegó entonces la estación capital, el verano”, escribió Juan José Saer en un poema que le dedica a una amiga. Siempre recuerdo este verso cuando la canícula empieza a encender la calefacción a full y los aires acondicionados boquean agua hacia las veredas. El verano es la famosa tapa de Gente diciendo, tautológicamente, “Estalló el verano”, con modelos y actores del momento, es el olor del bronceador en la playa y es el mes de enero con Buenos Aires calcinada y semivacía por el éxodo de la gente hacia los destinos turísticos.

Este verano irrumpió pasado de rosca, con cortes de luz y una seguidilla infame de días calurosos que nos dejaron a todos con la boca abierta. Sin luz, sin agua, sin hielo, con la basura hediendo en las calles y las calles cortadas por gente sin luz, sin agua es difícil disfrutar de la estación capital, el verano. Hubo días en que la atmósfera social parecía un caldo espeso y difícil de revolver. Y daba la sensación de que las personas que podían gozar del aire acondicionado en realidad estaban viviendo un pedazo de irrealidad. Ese momento que suspendía la tensión capitalista del calor era, en verdad, una ilusión óntica. No hay energía, no hay luz para los barrios calusoros, no habrá más que distopía para las propagandas del confort encarnadas por el aire silencioso y refrescante. Los  soldados que fueron a la Gran Guerra, escribe Louis-Ferdinand Céline en su Viaje al fin de la noche, sufrían porque habían conocido el hielo que ahora no tenían con el agua. Hay algo animal que resurge cuando las cosas dejan de funcionar, cuando no hay manera de ser elegantes en el sufrimiento.

En una esquina, la gente saca agua de la calle y se ducha, sin pudor, a la luz del día. Otros duermen sobre la vereda o en los balcones. Los que cortan la calle en Villa Crespo y Mataderos se preparan para pasar año nuevo juntos, comiendo en  comunidad en las veredas, porque en sus casas no funciona la heladera, nada se mantiene fresco, las cosas se pudren. “Cuidado, hay tensión”, dice un cartel de un equipo callejero de Edesur, y esa advertencia habla de lo que se cocina en el ánimo de la gente sin luz. Acá Jorge Luz se llamaría Jorge Jorge. La luz argentina, una novela hermosa que César Aira no quiere reeditar, habla de una pareja joven que espera un hijo y que vive su vida doméstica interrumpida por cortes de luz que suspenden todo sentido dejando en trance a Kitti, la mujer embarazada. En Los fantasmas, otra novela extraordinaria del primer ciclo de relatos aireanos, un matrimonio de chilenos va a pasar un 31 de diciembre en un edificio en construcción que ellos cuidan a modo de trabajo. Aira, con maestría, describe las costumbres de la vida de los albañiles y, como telón de fondo, el calor que produce la estación capital, el verano. La estación exterior: donde las cosas pueden suceder a la vista de todos y los ruidos irrumpen porque las ventanas están abiertas y, en algunos casos, las puertas de calle también.

En mi infancia, el verano era un lugar de investigación. Los chicos pasábamos más tiempo en la calle que en los meses de invierno y podíamos ir por la avenida comiendo helados para después acostarnos tarde y perder el tiempo descubriendo los recovecos del barrio que, en invierno, nos estaban vedados.

El verano era permisivo. El policía de la esquina se sacaba la gorra y se rascaba la cabeza húmeda por el sudor. Había piletas inmensas, como La Salada, una verdadera falsificación del mar, donde íbamos en banda para pasar los días de vacaciones. En el verano dejábamos de ver a nuestros compañeros de colegio y éramos presas de nuevas rutinas que nunca terminaban de asentarse. El calor traía primos que se dejaban caer de las provincias. Muchachas o muchachos jóvenes que mostraban su particular manera de hablar, su álgebra, sus costumbres extrañas. Con mis amigos formábamos una verdadera civilización malla. Nos la pasábamos en shorts, descalzos, escuchando en la vereda a Led Zeppelin y con las remeras, inservibles, enrolladas sobre el asfalto. Eso era ser muy joven en verano: un círculo de cigarrillos que se pasaba de mano en mano, el olor del espiral que salía de las casas vecinas, los planes que pergeñábamos y que, no sabíamos, iban a fracasar.