COLUMNISTAS
Rebrotes en España

La clase obrera va al paraíso

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Así como las palabras del expresidente francés Nicolas Sarkosy, aquellas que pedían un nuevo orden del capitalismo desde el foro del G-20 de 2009,  después de la caída de Lehman Brothers y el comienzo de la Gran Crisis, fueron escritas en la arena, la promesa de un mundo más equitativo y solidario que se dibujó al calor de los aplausos a los sanitarios al caer el sol durante la cuarentena, fueron sustituidos por el ruido de los motores al amanecer de la «nueva normalidad».

En Madrid, por ejemplo, la región con mayor índice de contagios de toda Europa, mientras se discuten medidas extremas para detener la nueva curva, se restringe la movilidad de los barrios del sur, el área de mayores casos.

La cuestión es que sus vecinos no pueden teletrabajar ya que son zonas habitadas por las capas bajas cuyas labores son los servicios y deben salir cada mañana a sus puestos laborales en la otra punta de la ciudad.

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Se les permite, entonces (o se les impone), ese movimiento.

Van todos a trabajar –qué remedio– y los chicos al colegio. Es un despropósito, pero no solo español. El presidente Macron ha dicho que “el riesgo cero no existe en ninguna sociedad” y que a la gestión de los rebrotes se superpone «la ansiedad económica», literal.

La socióloga Theda Skocpol de la Universidad de Harvard, consultada por el portal Politico en marzo, no se llevaba a engaño: la Covid-19 ampliará la brecha de desigualdad. Sostenía Skcpol que el debate entre el 1 por ciento más rico y el 99 por ciento restante será modificado por las nuevas grietas que se abrirán en este segmento, entre quienes conserven su trabajo y salario y aquellos que vayan quedando afuera del sistema.

Una de las consecuencias de la pandemia en España ya se manifiesta con la caída, de momento, de un año en la esperanza de vida.

La cifra actual, promedio, es de 83,3 años. En Madrid hay una brecha de 10 años entre los barrios prósperos del norte de la ciudad, donde se alcanza una expectativa de vida de 88 años y cae hasta 78 en los barrios pobres del sur.

Mientras se especula con desplegar policías y militares para controlar el respeto de las normas de restricción en los barrios más afectados, en el resto pareciera que la pandemia es una cuestión del pasado ya que, gracias a que el otoño aún no impone la lluvia ni el frío, las terrazas están llenas de vecinos que al caer la tarde beben cerveza con la mascarilla en el bolsillo.

Esta semana el teatro Real, el espacio destinado a la ópera, tuvo que suspender una función por una rebelión protagonizada por los espectadores del paraíso. Mientras se representaba Un ballo in maschera de Verdi el público de las localidades más modestas cayó en la cuenta que se encontraban sentados unos junto a otros, tal como ocurría en tiempos normales, mientras que abajo, en la platea, el resto de espectadores estaban separados por butacas vacías. Protestaron con aplausos, gritos y ruido con los pies, con lo cual la función se suspendió. Una expresión más clara de la administración del riesgo en la pandemia no se puede pedir.

El filósofo Santiago Alba Rico reflexionaba estos días en un artículo que los humanos compartimos, al mismo tiempo, la mortalidad y que de esta huimos por procedimientos antropológicos, estupefacientes o imaginarios.

De repente, el virus, dice Alba Rico, hace que nuestras vidas “se vean sincronizadas por la realidad irreal de la mortalidad, así como por unas rutinas de confinamiento que alteran de manera simultánea el tiempo individual y el tiempo del capitalismo”.

La cuestión es cómo huimos, con qué nos enajenamos para huir del miedo de la muerte. Sin duda no es lo mismo en una terraza con el último sol del día que hacinados en un autobús, en la intimidad del cuerpo a cuerpo y la ingenua distancia de la mascarilla.

Tampoco es lo mismo la mortalidad en la platea o en el paraíso.

*Escritor y periodista.