Cuando el 27 de febrero me declaré en duelo, muchos amigos escribieron preocupados. Enterados de las razones, les pareció que no era para tanto. “Me asusté”, “Pensé que era algo personal”, dijeron.
La muerte de Julio Strassera, el fiscal del juicio a las juntas, para quien, en aquel momento de verdadera significación histórica, “a partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia. Esta es nuestra oportunidad: quizá sea la última”, se llevó parte de mí.
Yo tenía por entonces 26 años y, desde ese momento brillante que viví sólo gracias a la imaginación política de Raúl Alfonsín (el perdidoso candidato peronista, Italo Luder, había organizado, durante su interinato como presidente en reemplazo de la señora de Perón, el Consejo de Seguridad Interior, uno de cuyos mandatos era la “aniquilación” del accionar subversivo), pasaron otros tantos. Siento que con la muerte de Strassera se va parte de mi vida, mi juventud, ese otro que yo era, los sueños y las esperanzas que tenía. Los condenados por la investigación llevada a cabo por Strassera y su equipo en 1985 fueron indultados en 1990 por el peronismo gobernante y en 2004 el presidente Kirchner, en su discurso ante la ex ESMA, ignoró el juicio a las juntas.
Sumo a esa muerte otra que muchos juzgarán más banal, pero que también me arrastra un poco hacia la nada: el mismo día que Strassera, murió Leonard Nimoy: el Sr. Spock, que alimentó mis fantasías infantiles de niño ensimismado y orejudo y que me mostró el camino hacia formas de organización de lo viviente para mí desconocidas.
En un mismo día, vastas partes de mi infancia y de mi juventud se volvieron humo negro y quedé abandonado por esos que espero que vuelvan en mis sueños para salvarme del horror intolerable del presente, mezcla de vulgaridad y oportunismo.