COLUMNISTAS
a veinte aos de la reforma constitucional

La corporación política y la Justicia

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Hace unos días se cumplieron veinte años de la más importante reforma que haya tenido nuestra ley fundamental en sus 161 años de vida. Un aniversario de esta naturaleza invita al análisis, el que, a la luz del tiempo transcurrido, es francamente negativo, sobre todo para el funcionamiento del sistema republicano de gobierno.

La primera nota para destacar es que la reforma de 1994 tuvo un móvil egoísta e interesado: la necesidad que el entonces presidente Menem pudiera ser reelegido en 1995, circunstancia que la Constitución anterior a la reforma le prohibía. Sin embargo, la reelección presidencial, que por cierto no apoyo por considerarla contradictoria con el concepto mismo de “Constitución” (cuya esencia es instituir límites al ejercicio del poder en el tiempo y en el contenido), no ha sido lo más negativo de esta reforma a la ley suprema, sino la incorporación a ella de institutos que pusieron en riesgo la división de poderes en la Argentina.

En efecto, se ha autorizado al presidente de la Nación a ejercer potestades del Congreso a través de los nefastos decretos de necesidad y urgencia. Si bien se trataba de una práctica común desde que Menem asumió la primera magistratura en 1989, lo lógico no era blanquearla constitucionalmente, sino erradicarla de modo expreso. Sin embargo, se eligió el camino más peligroso: el de asignar al presidente esa facultad con requisitos sumamente ambiguos e imprecisos, que, lejos de limitar aquella práctica, la fortaleció, pero ahora con fundamento en la misma Carta Magna.

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Del mismo modo se autorizó al Congreso a delegar sus atribuciones al primer mandatario (las que éste ejerce a través de decretos delegados), cuando en 1853 la Constitución había considerado delictiva la conducta de cualquier legislador que confiriera facultades extraordinarias al presidente. Hoy subsiste dicha prohibición, pero contradictoriamente convive con la autorización antes señalada, habiéndose establecido límites y condiciones sumamente laxas cuya consecuencia está hoy a la vista: un gobierno que lleva más de diez años con facultades delegadas sin control alguno por parte del Congreso delegante.

El ingreso de la corporación política en el ámbito de la Justicia ha sido otra desafortunada herencia de la reforma de 1994. En efecto, la creación constitucional del Consejo de la Magistratura como órgano integrado al Poder Judicial permitió que se incorporaran a él legisladores y representantes del presidente de la Nación. Insólita incursión de la “política” en una institución a la que no sólo se le ha asignado la facultad de seleccionar jueces inferiores federales, sino también la no menos relevante atribución de iniciar el procedimiento de remoción de dichos magistrados ante el Jurado de Enjuiciamiento, la de ejercer sobre ellos facultades disciplinarias y administrar los recursos del Poder Judicial.

Las consecuencias de este desatino constitucional se vieron reflejadas en la frustrada reforma judicial que el Gobierno intentó llevar adelante el año pasado, en la que se pretendía aumentar la dosis de “política” en dicho órgano, permitiendo que sus miembros, jueces y abogados, sean designados popularmente, obligándolos a campañas electorales que poca compatibilidad parecen tener con la imparcialidad que debe caracterizar el abordaje de las temáticas propias de dicho órgano.

Si bien es factible destacar algunos aspectos positivos de la reforma señalada (por ejemplo, la incorporación de los derechos de incidencia colectiva, la extensión de las sesiones ordinarias del Congreso, o la simplificación del proceso de sanción de las leyes), la gravedad de las modificaciones lesivas del sistema republicano de gobierno pesan tanto que, veinte años después de aquella significativa reforma constitucional, el balance arroja resultados decididamente negativos.

*Profesor de Derecho Constitucional UBA, UB y UAI.