Recuerdo que, de niño, dos cuestiones me abismaban, revolvían mi pensamiento en pliegues, lo sumían en matrioshkas de jugo cerebral, y carecían por completo de resolución, pero sin embargo fueron útiles para mi formación como pequeño obsesivo.
La primera cuestión versaba, cómo iba a faltar, acerca de los orígenes, y se resumía en la primera causa de las cosas, o, digámoslo para enorgullecer a mi tía Noemí que me mira desde un hipotético reino de los cielos, cuál es el causante que no tiene causa, cuál es el agente que mueve todo sin ser causado por un agente anterior. Dicho en criollo: “a) Si Dios creó el mundo a partir de la nada, cómo se hace algo de esa nada primera. b) Si Dios pudo hacerlo porque es Dios, ¿de qué nada surgió Dios y desde cuándo? ¿O hubo un Dios de Dios que lo creó? Y ¿quién creó al Dios anterior a su vez? (Y remitirse hacia atrás hacia el abismo infinito). Un famoso político ruso al que el tiempo convirtió en una momia verdosa, física y políticamente, lo resolvía así: “La teología es una disciplina sin objeto”. Modos de cancelar un interés.
La segunda cuestión, que puede ser entendida como una variación de la anterior, respondía a otro interrogante insoluble, mezcla de chiste y de pregunta angustiosa: “¿Qué apareció primero, el huevo o la gallina?”. Y aunque el darwinismo y los eones de tiempo que comprende no formaban parte de mi universo cognoscitivo, yo no podía dejar de pasarme las horas mirando la pared y preguntándome cómo era posible algo como eso, porque la aparición del primer huevo de la historia del mundo suponía la existencia previa de la primera ave, lo que reponía el interrogante acerca del modo en que esta había sido beneficiada con la vida y el método por el cual había recibido su incubación. Y esto se extendía a una ciencia del conocimiento, o más bien de su imposibilidad: ¿cómo, nosotros, la especie humana, supimos, “la primera vez”, que necesitábamos del agua para calmar la sed, de la carne y las verduras y las frutas para alimentarnos, del sexo para procrearnos (secreto y ardiente enigma infantil: ¿quién fue el Él que supo por primera vez como ponerla, quién fue la Ella que le explicó la manera en que la recibiría).
Iba a explicar cómo un juez argentino respondió a todos estos enigmas decidiendo que si un empresario soborna a un funcionario, el empresario es una víctima y el funcionario un corrupto, pero me quedé sin espacio.