Al tiempo que Transparencia Internacional informaba que Argentina es el país del continente americano donde más aumentó la percepción de corrupción en los últimos dos años, llegando al 72% de su población, el Poder Ejecutivo pone en vigencia una ley que reduce la información sobre el patrimonio de los funcionarios y de esta manera protege la corrupción efectiva. La coexistencia de hechos indica que ese aumento en la percepción de corrupción no se traduce en acciones capaces de combatirla.
Mi hipótesis es que esto se debe a que esa percepción no toma en cuenta los efectos negativos que la corrupción produce sobre la vida concreta de las personas. El incremento de la inseguridad, los retrocesos en educación y salud, los peligros de viajar en transporte público, la inflación y el drama de los miles de jóvenes que no trabajan ni estudian son males que tienen una estrecha relación con el creciente deterioro del funcionamiento de un Estado, y esto se debe a diferentes formas de corrupción que afectan la calidad de su gestión.
Una de las formas que asume esa corrupción es el uso inadecuado que los funcionarios públicos hacen de sus cargos, al utilizarlos para viabilizar proyectos personales y apropiarse de recursos públicos. Pero hay otra forma más solapada de corrupción, que está en la base de la anterior y se manifiesta también como ineficiencia en la gestión: el número de nombramientos que se hacen en la administración pública nada tiene que ver con las necesidades reales del Estado, y la selección de los candidatos, lejos de basarse en evaluaciones objetivas de méritos, se hace por amistad o simple pago por favores personales o partidarios. Y como lo muestran abundantes estudios sobre el tema, un mismo esfuerzo de inversión entrega resultados muy diversos según la calidad de los recursos humanos asignados al proyecto y la transparencia en su ejecución.
Lo anterior indica que deben ampliarse las estrategias para el combate de la corrupción. Una forma directa de hacerlo es a través de la derogación de todas las leyes que favorezcan la impunidad de los funcionarios públicos, así como fortalecer la labor y la independencia de las auditorías y oficinas anticorrupción. Pero este combate directo debe acompañarse de otras iniciativas que se propongan atacar la raíz del problema: estamos hablando de recuperar el aparato del Estado, hoy ocupado por corporaciones políticas y burocráticas, para ponerlo al servicio de la gente.
En la actualidad la administración pública se encuentra saturada por capas superpuestas de amigos o clientes de los diferentes partidos políticos, e incluso de gobiernos de facto, que se han sucedido en el poder. Lejos de encontrar sus límites, esta malversación de la cosa pública sigue agravándose, como lo muestra el nombramiento reciente de miles de nuevos funcionarios que constituyen la capa superior de esa sobrepoblación administrativa.
Dada la magnitud del problema, hablo de recuperar el Estado y no sólo de reformarlo, aunque esta recuperación no sea tarea sencilla. La clase política encargada de llevarla adelante es una beneficiaria de esta anomalía, y la sociedad que debe presionar por el cambio esconde sectores que privilegian las “ventajitas” presentes a los beneficios del futuro. Se suma la complejidad del proceso de recuperación, que deberá llevar tareas como las siguientes: 1) diseño de una planta básica de funcionarios estables, pero sujetos a evaluaciones periódicas, con indicación del número y calificaciones necesarios para cumplir con cada una de las funciones propias del Estado; 2) concursos para llenar esa planta básica, a la que podrán postular tanto personal en funciones como nuevos candidatos; y 3) un régimen especial de retiros y/o jubilaciones para los que deben dejar el Estado.
La tarea no será sencilla, pero sin esta recuperación no tendremos Estado, y sin Estado no habrá desarrollo, bienestar ni estabilidad democrática.
*Sociólogo. Club Político Argentino.