COLUMNISTAS

La crisis del castrismo

Se habla de transición, se habla de defender los antiguos valores contra toda posible desviación de la ortodoxia, se habla de pérdida de identidad, de la fuerza avasallante de la historia y de la crisis económica que inevitablemente dominará el ingreso en la globalización capitalista.

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Se habla de transición, se habla de defender los antiguos valores contra toda posible desviación de la ortodoxia, se habla de pérdida de identidad, de la fuerza avasallante de la historia y de la crisis económica que inevitablemente dominará el ingreso en la globalización capitalista.
¿Y qué es mejor? ¿Mudarse a otra parte, hacer la propia vida allí donde mejores perspectivas uno tenga, o aferrarse sentimentalmente al lugar de pertenencia, a las costumbres aprendidas, al amable folclore que nos confirma en lo que creíamos ser, en nuestros sueños? ¿O quedarse, pero tratar de que algo cambie, de que a través de las grietas de la unanimidad de pensamiento aparezcan nuevas formas de imaginar la convivencia futura?
¿Dejar espacio al enemigo? ¿Luchar contra qué fantasmas y con qué objeto? ¿Qué soy yo y en qué medida estoy dispuesto a convivir con el otro, con el que no piensa como yo, con el que vive de otro modo, con el que tiene sueños que repugnan a mi sensibilidad? ¿Y cómo garantizar la supervivencia para las generaciones venideras de aquello que considerábamos bueno, necesario, intelectualmente estimulante, existencialmente provocativo?
No importan las respuestas que uno quiera dar a esas preguntas, que dependerán de las posiciones políticas que uno tenga, pero lo cierto es que se discute mucho sobre la crisis del castrismo. Lo que alguna vez tuvo un valor emblemático de enclave (“Aquí estamos, no pasarán”), parece haber perdido parte de su fuerza y, más allá de la aprobación o censura a tal o cual estilo, lo que pareciera imponerse es el miedo a la pérdida de los rasgos distintivos de la historia y la cultura de una comunidad que alguna vez se imaginó a sí misma como rigiendo los destinos de parte del planeta.
Naturalmente hay dos miradas sobre ese proceso: una mirada interior (más o menos desgarrada por las implicaciones personales, familiares, existenciales, del proceso) y una mirada exterior, un poco más distante, que puede oscilar entre la compasión o la indiferencia.
Para las personas de mi generación, que vivimos además en un rincón tan apartado del universo, la crisis viene acompañada de una profunda melancolía (si entiendo bien las palabras de Martín Kohan en estas mismas páginas) en relación con algo que sólo por relatos de otros conocimos en su etapa heroica. ¿Cómo habrá sido? ¿Qué se habrá sentido? ¿Hasta qué punto habríamos compartido las grandezas y miserias de un régimen de vida semejante? ¿Era ése el modelo que se nos escurrió de entre los dedos?
Hoy, nos dicen, el Castro agoniza.
No sólo el Castro, sino todos los Castros del mundo, todos los barrios “gays” imaginados a semejanza del célebre reducto sanfranciscano. Entre 2000 y 2005, las parejas del mismo sexo en San Francisco declinaron un cinco por ciento, dos veces y media más que las parejas heterosexuales. El mismo fenómeno parecería registrarse en Philadelphia, Washington, Nueva York, Houston, Detroit... ¿Es que acaso están desapareciendo? ¿El cartero ha vuelto a llamar a la puerta?
Aparentemente, no. Las parejas del mismo sexo emprenden viajes radicales –muchas parejas optaron por mudarse a alguna playa mexicana en décadas pasadas (Vallarta, paradigmáticamente); ahora, incluso, la oleada migratoria parece haber favorecido a Buenos Aires– y, cuando no, eligen suburbios corrientes, sin emblemas. O las “culturas” ya no tienen centro o nunca lo tuvieron y todo lo que en relación con esa idea se construyó carece, en nuestro tiempo, de sentido. Mejor: ahora hay que pensar todo de nuevo.