Yo suscribo, francamente, a eso que da en llamarse “cultura del trabajo”. Por supuesto que reniego cuando advierto que quien la exige es un hijo de patrón
echado en la reposera de algún barrio privado, o advierto que quien la encomia es una empleada estatal con récord Guinness de ausentismo. Pienso entonces en Paul Laffargue y El derecho a la pereza, y en toda la degradación que el trabajo alienado provoca.
Pero en tiempos de recesión y abusos exacerbados, en los que miles de puestos de trabajo peligran o directamente se pierden, me conmueve la dignidad de los que
luchan por no ser despedidos. Me conmueve por la relación que establecen con su
espacio laboral, que es suyo en el día a día aunque tenga otro propietario, no menos que la que establecen con
sus instrumentos de trabajo, que entienden mejor que
sus dueños porque saben operarlos.
Hay retracción, hay crisis, hay desaciertos o ensañamientos, y decir “trabajo precarizado” empieza a ser una redundancia. La ecuación es pues sencilla y cruenta: falta trabajo, sobran trabajadores, los echan a la calle. ¿Cómo es posible desentenderse de una situación así? En AGR-Clarín, empero, según parece, la circunstancia es distinta: el trabajo abunda, incluso sobra, las máquinas son de avanzada y podrían estar a full. Y sin embargo, pese a eso, se anuncian 380 despidos. ¿Cómo es posible desentenderse de una situación así? Pero además, y sobre todo, ¿cómo es posible entenderla?