El sistema político tiende a pensarse superior y con derecho a todo. En general, su propia conformación estructural contiene elementos que limitan sus tendencias a la exageración, como los controles del sistema del derecho que revisa la legalidad o ilegalidad de las decisiones. Si el sistema del derecho de un país es sospechoso, es en todo caso la necesidad de reparar su funcionamiento lo que se señala, pero no la fundamentación teórica que define su intención de evitar la tentación de los excesos. Así, el sistema político se encuentra con un equivalente funcional a cuando él mismo intenta controlar precios, que ocurre toda vez que el sistema del derecho señala una decisión del Poder Ejecutivo como inconstitucional. La exploración de estas interrelaciones muestra problemas operativos donde conviven de manera desafiante lógicas diferentes que se estimulan.
En estos tiempos también la ciencia hace su aparición con los infectólogos e inmunólogos, que llevan adelante procesos de recomendación basados en evidencia científica y que no requieren una revisión del derecho para sus recomendaciones o la capacidad o no de las empresas de seguir funcionando (sí lo requerirán posteriormente para fondos de investigación, si es que quedan ellos como personalidades prominentes para recibir dinero). El Presidente recurre a los expertos en ciencia para importar legitimidad en las medidas que toma, y obviamente no encuentra allí ninguna consideración para que el sistema económico pueda seguir operando, ya que la base de las decisiones que ofrece la ciencia es la de un conocimiento que ella misma ha clasificado como verdadero. Con la exposición pública de la ya famosa curva, como un objeto superior que otorga sentido y libera las restricciones legales, el sistema político expande una suerte de bomba atómica sobre la casi totalidad de los aspectos antes considerados normales de la vida cotidiana y le permite a quien se piensa por encima de todo lo existente desplegar su control. No es ciencia, es política.
La curva de los infectólogos, con la que nuestro país expone su superioridad frente a Estados Unidos (no queda claro por qué no se recurre a la comparación con Alemania), transforma al gobierno argentino en una suerte de monocultivo del poder, ya que ese sería su único logro. Para la sociología, el poder es lograr que los demás sigan las órdenes de alguien con total aceptación, y cuanto más expandida pueda estar esa lógica sobre millones de personas en diferentes contextos, desatendiendo características personales o historias de vida, más poderoso es quien ofrece esas directivas. Sin embargo, el gobierno actual salta al estrellato de la dominación, no sobre la capacidad de establecer poder sobre condiciones variadas y permitiendo la diversidad, sino sobre la expansión total del control sobre los ciudadanos basado en un decreto que restringe la diferencia. No es, por ahora, un gobierno de valor agregado, sino uno de materia prima basado en un decreto.
El conflicto es teórico ya que desatiende el panorama de la simultaneidad y de las lógicas de producción diferenciada. El sistema político, al estar a cargo del Estado, no se encuentra en realidad por encima de ningún otro sistema, sino solo en simultáneo. Esta es una diferencia operativa escalofriante para quienes son elegidos por el voto y de lo cual dan cuenta cada vez que intentan regular precios. Mientras el sistema político procesa decisiones, es decir, lleva adelante órdenes para que sean cumplidas, el sistema económico procesa pagos a través de un logro evolutivo de comunicación que se denomina dinero. Sin dinero no hay sistema económico, algo que la política tiene muy claro en los casos que emite moneda. De este modo, el dinero es un enorme regulador de conductas ya que define y diferencia una operación económica de aquella que no lo es y permite que millones de personas al mismo tiempo accionen intercambios sociales a través de la compra y venta desatendiendo las características personales o la proveniencia del dinero. Tanto la política como la economía se han convertido, en la evolución social, en enormes reguladores de las conductas sociales en contextos específicos donde la misma persona puede orientarse a pagos o a obedecer decisiones. El problema es cuando la política pretende utilizar sus esquemas propios en otros ámbitos.
El resultado de estos intentos es el aumento de la ferocidad, ya que los logros son escasos. En lugar de comprender que se trata de ámbitos operativos diferentes, la política fuerza aún más, y con poco éxito, la insistencia de regulación hacia lo insólito. Prohibir despidos o enviar a los ministros a controlar precios son perfectos ejemplos de cómo intenta sentirse dominadora.
A pesar de que la curva se achata, aparecen mayores controles porque en la base de legitimidad no encontramos libertades, sino limitaciones de las que el mismo Gobierno se va haciendo dependiente. Su máxima comodidad es alcanzada con todos quietos, incluso las industrias, para que no lleven adelante sus propias diversidades con las que el Gobierno no puede lidiar. Decidir quién sale de la casa o quién enciende una máquina se presenta como el momento de mayor poder. Limitaciones a los mayores de 70 años, uso obligatorio de tapabocas, imposibilidad de circular entre provincias y el poder que todavía se guarda el Estado para decidir qué rubro se habilita y cuál no, sin que quede claro cuáles son los criterios, terminan de conformar una arquitectura problemática basada en la arbitrariedad tapada solo con una curva que promete dejarnos, en poco tiempo, como una de las potencias sanitarias del planeta.
*Sociólogo.