La democracia promueve y canaliza el enfrentamiento social y permite que todos los que quieran discutan sobre lo que quieran, cuando quieran y sin que nadie los persiga. El conflicto es natural en toda sociedad compleja en la que se enfrentan grupos con intereses contrapuestos y distintas visiones del mundo. Según avanzó la especie, se multiplicó la diversidad y la democracia contemporánea enfrenta el desafío de garantizar a todos libertad para debatir, organizarse y disputar el poder, con la sola condición de que no traten de instaurar una sociedad excluyente. Hay que reconocer la legitimidad del conflicto, impulsar la negociación, buscar acuerdos siempre efímeros y garantizar la alternancia para que todos puedan gobernar según sea la correlación de fuerzas de cada momento.
La democracia no es compatible con una visión teleológica de la historia: no pretende llegar al paraíso de ninguna secta religiosa o política. En momentos excepcionales, algunos países han acordado normas básicas de funcionamiento, como ocurrió con los Pactos de La Moncloa, el Pacto de Punto Fijo o los acuerdos alemanes después del nazismo. Pero en condiciones normales los grupos se enfrentan, se transforman, tienen propuestas distintas y se alternan en el poder.
Con el desarrollo de la ciencia y las comunicaciones, los seres humanos cambian, son más independientes y más heterogéneos. Hace cincuenta años, los políticos y los intelectuales teníamos poca información y creíamos en mitos elementales. Algunos siguen analizando la realidad con los antiguos esquemas sin asumir que viven en el siglo XXI. Los 52 tomos de la obra de Lenin, el libro rojo de Mao y el libro verde de Kadafi tienen la misma actualidad que una máquina de escribir. Desgraciadamente, nos confundimos al usar conceptos nacidos para criticar a la Revolución Industrial del siglo XIX. La sociedad contemporánea no se explica con categorías dicotómicas y maniqueas como el enfrentamiento del mal contra el bien, el proletariado contra el capitalismo, los creyentes contra los herejes o el comunismo contra el anticomunismo. Hace cien años, lo único que rompía la monotonía de la vida eran los espectáculos políticos y religiosos. Hasta que apareció la radio, la gente común ni siquiera oía música. Actualmente, la felicidad tiene miles de caras y el conflicto, miles de expresiones. Las revoluciones y las transformaciones seguirán existiendo y serán cada vez más profundas. No podemos momificarnos, necesitamos nuevas teorías y actitudes para vivir un futuro que proyecta nuestra libertad hasta el infinito.
Con frecuencia sustituimos la elasticidad de la vida y la dinámica de la realidad por conceptos añosos que ya no dicen nada.
Subyace en nuestra mente la simplicidad del pensamiento primitivo y la idea de que la diversidad es peligrosa. Tanto seguidores como opositores de los mesías tropicales terminaron convenciéndose de que eran el principio o el fin de la historia, cuando son solamente seres humanos, con méritos y defectos, semejantes a quienes los antecedieron y a los que los sucederán. Con el fin de este gobierno no llega el Apocalipsis. Vendrá uno nuevo que modernice el país o volverá el populismo con pocas variantes, con cualquiera de los dos grupos de ministros K que buscan el poder. Si lo consiguen volverán a unificarse como siempre, Cristina será Duhalde y el nuevo conductor la perseguirá para conseguir el sueño del poder familiar eterno. Quienes queremos la democracia y desconfiamos de los héroes recordamos lo que dice Primo Levi en Si esto es un hombre: “Habiendo comprobado que es difícil discernir entre los verdaderos y los falsos profetas, prefiero desconfiar de todos; es mejor renunciar a las verdades reveladas y a quienes nos entusiasman por su simplicidad y brillantez y contar con verdades más modestas y menos trascendentes, las que se consiguen cada día, poco a poco, con el estudio, la discusión y el discernimiento”.
*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.