Hay democracia o no la hay. No cabe abogar por una democracia republicana, porque hay democracias monárquicas que funcionan bien como la inglesa. Las “democracias populares” de la Guerra Fría fueron dictaduras brutales, machistas, homofóbicas, enemigas de la libertad de pensamiento y de expresión. Enrique Krauze en su libro Por una democracia sin adjetivos dice que cuando se adjetiva a la palabra democracia en realidad se trata de encubrir algún autoritarismo.
Hay elementos indispensables para saber que existe una democracia. Ante todo, el origen del poder: vivimos en democracia cuando el poder procede de la decisión de la mayoría de los electores, expresada en elecciones limpias y transparentes, dirigidas por un organismo electoral neutral, en las que los opositores al régimen disputan el poder en igualdad de condiciones. El sistema político democrático permite y estimula la alternancia. No hay democracia con políticos que quieren permanecer en el poder para siempre en nombre de cualquier fe. No existe democracia si un líder, un partido o una ideología creen que deben gobernar para siempre porque poseen una verdad absoluta. La democracia supone desconcentración del poder. Nació en Grecia y Roma para impedir los abusos de los poderosos dividiendo el poder e impulsando una amplia participación ciudadana en el gobierno. Por eso no hay democracia sin separación de poderes y si el poder se concentra en una sola mano, sin respetar a los poderes locales. Supone también impedir que puedan formar un partido las instituciones del Estado, que están para servir a todos los ciudadanos. No cabría que el Poder Judicial forme un Partido de la Justicia para enfrentarse al resto de la sociedad. No cabe que las Fuerzas Armadas gobiernen un país o integren el partido de gobierno, como ocurre con el gobierno militar venezolano. El sólo hecho de que los militares formen parte de un partido amedrenta e impide la libre expresión ciudadana. Tampoco cabe que los servicios de inteligencia espíen y hagan operaciones en contra de los opositores. Los militares y los organismos de inteligencia están para servir al conjunto del país, no para enfrentar a unos argentinos con otros.
El culto a la personalidad es también enemigo de la democracia. El síndrome de Hybris, la enfermedad del poder, aqueja a la inmensa mayoría de presidentes. Algunos amigos, en busca de cargos, contratos o por cariño, halagan a los mandatarios y les hacen creer que son eternos y todopoderosos. El poder es siempre efímero. Los sueños se desvanecen rápido y vienen las traiciones y acomodos. Algunas personas me dijeron en estos días que Macri debía adoptar ademanes presidenciales, dejar de lado su informalidad y volverse un viejo abogado solemne. Cuando un político se presenta en la campaña de una manera y cuando tiene el poder cambia radicalmente, comete un error irreversible. Los electores se sienten estafados y nunca más creen en él. El Hybris se fortalece con las escoltas, las ceremonias y los homenajes. Algunos terminan creyéndose magos capaces de hablar con pajaritos. Este fin de semana se produce un giro radical en la historia argentina. Felizmente los triunfadores no son mesiánicos, no quieren instalar otro “modelo” para perpetuarse en el poder, sino que pretenden consolidar una democracia sin adjetivos, con alternancia, que respete los derechos humanos, que sea inclusivo y que converse con todos los sectores de la sociedad. No se sienten portadores de la verdad, tienen una nueva forma de hacer política.
Creen en una democracia sin adjetivos, en la que se respete la forma de pensar de cada uno de los argentinos. Ya es tiempo de que termine el bullying de los poderosos en contra de la gente común, las calumnias, las mentiras y las operaciones sucias para inventar procesos.
Ojalá acaben el miedo, las cadenas nacionales y las cadenas de todo tipo. Es el desafío del nuevo gobierno, y los ciudadanos esperamos que lo logre.
*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.