Escapé de la peste. Con apropiada cobardía pero con justa coartada. Estoy trabajando en Barcelona. Así de lejos, las noticias de la epidemia me llegan amplificadas, deformadas, fantasmales, y a veces, en catalán. Para cuando esta nota se publique, probablemente todos los diarios hablen casi exclusivamente de este tema y ofrezcan –como hasta ahora– informaciones contradictorias. Ninguno nos ha podido decir hasta ahora con tranquilidad y pulso firme si finalmente moriremos todos, junto a nuestros seres queridos. La gripe ha seguido en la Argentina un camino parecido a la política: ha subjetivado su naturaleza. Se puede estar a favor o en contra de su existencia. Mientras que la noticia dice que los muertos son unos 55, uno puede optar por creer en la versión de que la cosa está fuera de control, que ya deben haber muerto miles, y que una seudorrealidad construida con determinados intereses oculta la catástrofe. A su vez, corren en Internet (la enciclopedia que todo lo puede) versiones tranquilizadoras (vaya sorpresa para este medio tan propenso a la alarma) que sugieren que cada año muere de gripe la misma cantidad de personas (unos miles), y que nadie dice nada. Y que todo esto es un buen negocio y nada más.
Lo del buen negocio se me empieza a hacer dudoso. México pudo detener un poco el ascenso espiralado de muertes cerrándolo todo: escuelas, restaurantes, cines, shoppings. (Y esperando el verano, que ayuda bastante en cuestiones virósicas.) Pero este cierre masivo, esta frenada abrupta de la actividad natural del consumidor, tiene un precio muy alto. ¿Estará la Argentina dispuesta a pagar este precio? ¿Quién lo pagará? ¿Qué versión conviene difundir, en todo caso?
Los teatros comerciales porteños han cerrado sus puertas. Las pérdidas son enormes. Los teatros independientes, en cambio, bregan por mantenerlas abiertas. Las ganancias serán, igualmente, muy magras. Ante la dimensión del tema (el tema es caerse muerto), supongo que a pocos de nuestros lectores les importará si se cierra o no un teatrito. Pero algunos, que contra toda lógica trabajamos en ellos, nos sentimos un poco confundidos. ¿Qué conviene hacer? Eso depende de la versión de la realidad que decidamos comprar.
La agrupación que nuclea a los teatros independientes (ARTEI) se reunió para concluir –con saludable lógica– que “las características de las actividades que se realizan en nuestros teatros independientes, que en ninguna ocasión son de alcance masivo, no han sido señaladas hasta el momento como riesgosas para la población”. Estamos de acuerdo. Pero sospecho –sin haber estado– que la discusión debe haber sido jugosa. Sobre todo en la parte que dice “no han sido señaladas”. ¿Quién “señala” estas cuestiones? ¿El Gobierno? ¿Sobre qué conocimiento? Parte de la discusión supone –incluso– que el Gobierno quiere cerrar teatros porque prefiere que tal actividad no tenga lugar. Bueno, si esto fuera así, no es ninguna novedad. Esto ha sido siempre más o menos igual, con o sin gripe. Años de política cultural acumulada así lo demuestran. Por eso me cuesta pensar que la muerte de miles de personas pueda ser usada como coartada para cerrar puertas de teatros, pequeñas empresitas y lugares de reunión de gente buena para hacer algo de ruido y aportar algo de escuálida alegría, pero definitivamente un plan poco eficaz (o muy oblicuo) para derribar a gobierno alguno.
Yo supongo más bien que han decidido cualquier cosa. Por eso ARTEI sugiere “dejar en libertad de criterio a cada sala y espacio a tomar, en diálogo con los artistas y grupos que allí desarrollan actividades, las medidas que consideren necesarias (…)”. “Se sigue recomendando con énfasis tomar las medidas sanitarias y de prevención que son de público conocimiento...” Celebro el espíritu democrático de la decisión, pero igual sigo confundido. Los elencos estamos discutiendo qué medidas sanitarias podemos tomar para que la obra no se transforme en agente pandémico. Tal vez los espectadores, que habitualmente llaman al teatro para preguntar cosas del tipo “¿el público participa de la obra?”, o “¿actúa alguien conocido?”, o “¿puedo reservar un asiento cerca de la salida por si no me gusta?”, ahora llamen para preguntar: “¿Los actores estornudan sobre el público?”. Nuestra primera medida consensuada y cívica (ya que la decisión responsable queda en nuestras expertas manos) será decir no. Evitar intercambios de saliva con los espectadores y espectadoras. No es que sean muy usuales, pero quién sabe, a lo mejor a veces pasa.