Lo que tiene mucho éxito ahora es darle puñetazos al martillo con el que acabamos de aplastarnos un dedo. Zamarreamos instrumentos inanimados a los que atribuimos la causa de nuestros dolores. Así, claro, no resolvemos nada.
Una dilatada lista de ejemplos corrobora la extrema indigencia civil de los argentinos.
Habitamos una tierra en la que burbujea una sociedad enojada consigo misma, una comunidad adaptada a la primitiva gimnasia de culpar a otros y victimizarse a sí misma. Rutina: denunciar e insultar.
Pero lo notable es que tenemos, además, la indoblegable certeza de ser un pueblo indómito, grey de irreductible rebeldía que consagra la mayor parte de sus energías a desplazarse por calles y plazas en un estado de protesta permanente.
La posibilidad de protestar es clave en una democracia verdadera. Su vigencia como instrumento de participación social no se cuestiona. Produce, empero, un desajuste fenomenal que cuestionar y peticionar sean el sujeto excluyente de la vida política.
Hambre, educación, sindicatos y contaminación reclaman programas, proyectos y creatividad. La ira alivia tensiones nerviosas, pero contribuye poco a la arquitectura civil.
Natural y saludable compensación por años de oscuridad, terror y miedo, esa algarabía callejera se derramó por el país luego de la fundación de la democracia.
La cultura, la política, el pensamiento, las artes y hasta las más privadas pulsiones expresaban al aire libre su potente intensidad en ocasión de esos hoy remotos optimismos. Eramos “antiguos”.
El tiempo agrió aquellas exhibiciones de vitalidad civil y las reemplazó por un nihilismo de letales repercusiones.
La semana pasada, por ejemplo, en una de las últimas encarnaciones de este modo de vivir, la Capital Federal asistió a una nutrida marcha en la que miles de militantes reclamaron que la Argentina garantice de manera fehaciente el hambre cero de los niños. No podría haber una causa más decente y legítima.
¿Cómo se expresó ese reclamo? La marcha cortó la Ciudad en dos en plena jornada laborable y desmadró de modo irreparable un sistema de tránsito de por sí irracional y fatigoso. Si la manifestación se proponía sensibilizar, alertar, peticionar o incluso sugerir soluciones, ¿era menester generar –deliberadamente– tamaño berenjenal callejero? ¿Eran los seres humanos de carne y hueso que penosamente sobrellevan sus vidas en la cruel Ciudad los destinatarios de tal reclamo? ¿Era la única manera de “visibilizar” el problema?
Al finalizar este año se supo que, producto directo de los disparates perpetrados en 2007 por padres radicalizados y sus vástagos malcriados y ensoberbecidos, la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini sufrió una impresionante caída de aspirantes a cursar en 2009 en ese establecimiento, que supo ser de excelencia. Sólo se anotaron 550 aspirantes e ingresaron casi todos (480).
Principal víctima de la ridícula “democratización” aupada por adolescentes maximalistas y progenitores nostálgicos de los años 70, el antes atractivo Pellegrini, establecimiento dependiente de la Universidad de Buenos Aires, era un ámbito donde se privilegiaba el mérito y no la absurda “igualdad” entre docentes y alumnos.
La principal baja en todo ese proceso, que giraba en torno de la elección del rector y el papel de los jóvenes en el plan de estudios, fue precisamente lo único que otorga peso específico determinante a un colegio, su médula académica, sus profesores, su espíritu de rigor y su capacidad de enseñar y aprender.
Tras meses interminables de ocupaciones y cortes de calles, ahí está el desenlace: el Pellegrini es hoy más pobre que antes en términos de capacidad difusora del conocimiento.
Nada demasiado diferente sucedió con los sindicatos docentes que responden al gobierno de los Kirchner y dejaron de dar clase en noviembre. Fueron huelgas en demanda aparente de aumento salarial, un incremento que ya había sido otorgado y aceptado por otros sindicatos. Hicieron huelgas y se perdieron días de clase, pero la exigencia no fue acatada por la Ciudad y todo siguió su marcha. Los únicos derrotados fueron los alumnos, o sea el conocimiento y la educación.
En la misma colección de desatinos tolerados (¿o fomentados?), bien remunerados empleados del subte de Buenos Aires dejan la Ciudad sin este medio vital para expresar, así, su oposición al sindicato. Ni pasa por la cabeza de los activistas la idea, tan elemental, de que les serviría ganarse el corazón y la cabeza de los usuarios, no agredirlos.
Nadie que viaje en subte puede ser enemigo de trabajadores, pero si –en cambio– un grupo de activistas deja sin transporte popular a la gente, justificándose en su pelea con el sindicato, ¿es imaginable que esta medida sea apoyada por los sacrificados viajeros?
Es lo que hace desde hace más de dos años el grupo de cruzados de Gualeguaychú: para castigar a Botnia y a Uruguay, tienen clausurada la frontera del lado argentino, caso sin precedentes de extravagancia e ilegalidad.
La pastera se construyó, se inauguró, produce y transporta sus productos, mientras que los “asambleístas” siguen tomando mate de este lado del río, enamorados de su ridícula guerra contra el país vecino, posible por el aval explícito del gobierno de los Kirchner, que calificó esta ilegalidad de “causa nacional” y siempre se negó a hacer respetar el Estado de derecho en este punto.
Especializadas en perder, gruesas columnas de connacionales se ufanan de su curiosa manera de ser, patológica tendencia a ganar enemigos, perder causas y hacerse goles en contra, todo menos acercar posiciones, seducir, convencer y aumentar las bases de sustentación.
Es un karma autodestructivo que hunde a la Argentina en una desesperanza atizada por la propia sociedad.
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