Para una mejor comprensión de la carta del lector Rubén Peretti que se publica en el correo de hoy, es preciso recurrir a una suya anterior, editada el domingo 8. En ambos casos, el tema en análisis es semántico, histórico y político: ¿cómo denominar el régimen cívico-militar que sobrevino al golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 –que derrocó a la presidenta María Estela Martínez de Perón– y concluyó con la asunción, en diciembre de 1983, de Raúl Alfonsín, primer presidente constitucional del prolongado (y es de esperar que definitivo) período de ejercicio democrático?
El lector funda su nueva misiva en una nota de redacción que este ombudsman incluyó, sin dudas opinando, como aclaración a aquel texto de Peretti, que decía: “Para no ir muy atrás en el tiempo, tenemos que una gran corruptela fue cometida por el Proceso de Reorganización Nacional (N. de R.: ¿hasta cuándo decirlo así en lugar del correcto dictadura?) con la deuda externa”. Quien esto escribe creyó conveniente insistir en un concepto que se viene barajando desde que se puso fin a aquella dictadura 1976-1983: la denominación no fue un acto soberano de la ciudadanía sino un nombre ficticio y forzado que crearon los militares y socios civiles que alimentaron aquel régimen. Somos muchos –espero que la mayoría de los argentinos– quienes creemos que no importa la fe de bautismo para ese período sino los hechos y sus consecuencias. Concretamente: se trató de una dictadura tiránica, pura y dura, en la que no hubo límites para matanzas, torturas, exilios obligados, corrupción. Por lo tanto, mantener –35 años más tarde– la denominación pergeñada por los dictadores es darle legitimidad y –en alguna medida– disminuir su verdadera esencia nefasta. Esto suele suceder en la Argentina, pero no en otras tierras que han sufrido estados similares. El franquismo, brutal, no buscó un nombre ficticio para su vigencia durante décadas en España; tampoco la Alemania nazi o el régimen de Pinochet en Chile. En la Argentina, en cambio, hemos sufrido una trágica “Revolución Libertadora” entre 1955 y 1958, otra “Revolución Argentina” entre 1966 y 1973 y esta más reciente llamada “Proceso de Reorganización Nacional”, todas ellas dictaduras como lo fuera la del fascista José Félix Uriburu y sus conmilitones desde 1930, extendida durante la llamada “década infame”.
Fue –y es– intención de este ombudsman poner blanco sobre negro el buen uso de la palabra. En su carta publicada hoy, el señor Peretti plantea que, por cierto, no es lo mismo dictadura que proceso (etc.) y acepto que es así, como lo expresé en mi aclaración la semana pasada.
Llamar a las cosas por su nombre es adjudicar a personas, hechos, expresiones políticas, económicas y culturales, una precisa dimensión. Sin dudas, el lector Peretti coincidirá en esto conmigo, aunque proponga un camino diferente.
En definitiva, de lo que se trata es de huir de los eufemismos. Eufemismo proviene de la palabra griega euphemo, que significa “favorable / bueno / habla afortunada” y que se deriva a su vez de las raíces griegas eu (bueno/bien) y pheme (habla[r]). Eupheme era originalmente una palabra o frase usada en lugar de una palabra o frase religiosa que no debía pronunciarse en voz alta. Según el diccionario de la Real Academia Española, es una “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. La RAE suaviza en mucho el significado de la palabra, a la que también se atribuye la condición de ser “políticamente aceptable o menos ofensiva” en sustitución de otra (u otras) “de mal gusto que pueden ofender o sugerir algo no placentero o peyorativo al oyente”.
El mundo recuerda el horror nazi sin calificarlo como “Tercer Reich”. Y sostiene que lo sucedido entre 1976 y 1983 en la Argentina fue una dictadura, no un proceso. Sin eufemismos.
Rating. Interesante fenómeno es el que reflejó en su edición de ayer la sección Espectáculos de este diario: el rating medido en el total de los canales de cable sumó en abril siete décimas más que el registrado en la audiencia de los canales de aire (Telefe, Canal 13, América, Canal 9 y TV Pública). El informe, que ocupó la doble página central del suplemento, hubiese resultado aun más satisfactorio con la incorporación de un dato importante y la edición de cuadros comparativos coincidentes. El dato faltante: cuáles son las señales de cable con mayor rating, excluyendo las periodísticas consignadas (la suma de TN, C5N, A24, Crónica y Canal 26 llega a 7,87, muy lejos del total de 28,4 consignado para el sistema pago). Los cuadros: en tanto para la TV abierta se consignan cifras de primera y segunda tarde y prime time, para los canales periodísticos de cable se aportan datos del prime time de 21 a 22, de 22 a 24 (lunes a jueves) y de 22 a 24 (viernes).
No hay forma de comparar, que es la idea correcta cuando se editan cuadros de estas características.