La sospecha sobre una diplomacia paralela provocó una discusión vívida sobre la confidencialidad en la actuación internacional del Estado. Nuestra Ley del Servicio Exterior admite cierta reserva en las relaciones exteriores, aunque, por supuesto, también exige de los funcionarios el estricto respeto a la ley.
El secreto diplomático, de tal forma, no es absoluto. Como cualquier acto de Estado, debe adecuarse a estándares de transparencia y ética públicas. Puede justificarse en interés de la seguridad de la Nación o para preservar la discreción en negociaciones sensibles, pero es inaceptable cuando ampara cuestiones ajenas a los intereses legítimos de la Nación.
El alcance de la confidencialidad puede ser precisado en cada caso concreto por vía de interpretación legislativa o judicial. Y el enfoque correcto reclama acotar o prohibir las interpretaciones exageradamente restrictivas del escrutinio público. La regla es la transparencia y el secreto excepcional para permitir el control del Ejecutivo por parte de los otros poderes. El artículo 27 de la Constitución manda al gobierno federal afianzar sus relaciones de paz y comercio por medio de tratados “en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución”, y éstos principios reclaman el acceso a la información. El secreto sólo abarca a aquellos asuntos cuya publicidad pueda comprometer la seguridad de la Nación o la conducción de sus relaciones internacionales. La discreción diplomática no justifica el incumplimiento de nuestras obligaciones para la protección de los derechos humanos, o la prevención y lucha contra la corrupción.
La diplomacia como instrumento de avance de intereses es incompatible con una democracia robusta. El contenido y la forma de nuestra política exterior deben participar de una visión comprometida con valores universales. Un Estado moralmente defendible exige control y el ámbito diplomático no es su excepción. La diplomacia transparente debe ser nuestra política de Estado.
*Diputado de la Unión Cívica Radical.