Hace tiempo Umberto Eco destiló algo así como un elogio del libro impreso que aún hoy, cíclicamente, sigue saliendo a la superficie de la web, en un post de Twitter o de Facebook. El público se renueva, dicen, y es cierto, porque la aparición de esa cita provoca indefectiblemente una catarata de signos de admiración. Lo que Eco decía puede resumirse más o menos así: el libro es imperfectible. Contra todas las previsiones de Marshall McLuhan y de los adeptos al e-reader, el libro impreso no puede suplantarse. Puede convivir con lo que sea, eso es cierto y comprobable, pero nunca desaparecerá. ¿Por qué? Porque es perfecto. Eco acompañaba su alabanza al libro mencionando otra serie de objetos que no admiten perfeccionamiento: la cuchara, el vaso, el clip, el mango ergonómico del martillo... Pero Eco, en ningún momento, arriesga una definición del libro, algo a lo que son proclives todos los mortales, o al menos todos los mortales que escriben. No importa si es Borges, Fran Lebowitz, Saramago, Cortázar o Papini, cuando intentan definir el libro, indefectiblemente, dicen estupideces.
Tengo dos amigos con los que me intercambio, sin palabras introductorias o epílogos, fotos fuera de foco y definiciones de libros. Con el primero comprobamos que sin importar cuánto mejore el mundo, siempre habrá alguien que saque una foto fuera de foco, algo hoy en día más difícil que obtener una foto perfectamente enfocada. Con el segundo nos enviamos intentos de definir al libro como objeto. A nuestro modo, en ambos casos, lo que intentamos es probar que nuestra tesis es acertada: no importa el grado de adelanto tecnológico, siempre habrá alguien que utilice esa tecnología en modo tal que no le saque provecho; no importa cuánto se esfuerce un sujeto por definir un objeto, si ama ese objeto (y porque lo ama) lo único que podrá decir son estupideces (“No se puede hablar de lo que se ama”, dijo Barthes).
Mis incursiones en busca de diversión y saber me llevaron a toparme con cientos de intentos por definir al libro, y el único que salió indemne, el único que dijo en su momento cosas imperfectibles, fue el físico y escritor alemán Georg Christoph Lichtenberg, que vivió entre 1742 y 1799. Cuando era un bebé, una criada inexperta lo dejó caer al suelo, y de ese accidente devino una deformación en la espina dorsal que hizo que de adulto fuera jorobado. Se reía de sí mismo, diciendo, por ejemplo: “En realidad soy menos siniestro que en el retrato”. Fue profesor de Física en la Universidad de Gotinga y gracias a su inteligencia se convirtió en una de las figuras intelectuales más respetadas de Europa. En 1793 el altísimo Volta visitó Gotinga solo para concerlo, y lo mismo hicieron otros, con los que Lichtenberg trabó amistad, como Goethe y Kant. En nuestros días es conocido por dos tipos de personas muy diferentes: los que siguen apelando a sus descubrimientos en el ámbito de la electricidad (existen las llamadas figuras de Lichtenberg) y los que siguen leyendo sus aforismos (muchos lo consideran el creador del género). André Bretón no solo incluyó a Lichtenberg en su memorable Antología del humor negro, sino que incluso prologó una selección de sus aforismos.
Volviendo atrás: Lichtenberg es el único que dijo cosas sobre el libro que deberían ser tenidas en consideración, porque son certeras y geniales. Y sobre todo porque son verdad. “Un libro es como un espejo: si se mira en él un mono no se reflejará un apóstol”. Otra: “Efecto que habitualmente tienen los buenos libros: atontan a los tontos, estimulan a los listos y no le hacen nada a todos los demás”.
Me haría feliz que esta columna sirva para incrementar la lectura de Lichtenberg y persuadir a toda la humanidad a que no se mida con él.