Si no fuera por el bochorno precipitado de dos inquietantes causas judiciales –las que enfangan al vicepresidente Amado Boudou y la negociación forzada con los holdouts en Nueva York–, parte de la atención colectiva se enfocaría en ese hábito gubernamental de cambiar las cosas de su lugar, ordenarlas en el hogar para el presunto bien de otro, actitud que normalmente insisten en realizar las mujeres para irritación de sus parejas.
Este invasor femenino no participa, se supone, en la trastienda de las dos conmociones que sacuden al país. Se advierte en episodios menores, cuando se mueven los muebles de lugar, se instalan monumentos o estatuas como una fundación, cuando se borran frisos o alteran un túmulo por otro, endiosando figuras recónditas y escondiendo otras, copiando esa cultura tropical de entronizar héroes para que la fuerza de su memoria se multiplique y traslade a quienes hoy los homenajean. Parece un fenómeno espiritista, como si ciertas almas privilegiadas luego se fundieran en cuerpos materiales, aunque en rigor se trata de un intento de empoderamiento político. Pero, la mesa o las sillas, aunque las cambien de lugar, igual están.
No fue el primer caso desalojar la alcazaba de Colón por la de Juana Azurduy, merecedora de tributos, pero sin que su recuerdo implique el lugar de otro, al cual ella misma le debe la existencia pasada en estas tierras (era vasca la rama materna de esta amorosa luchadora de la elite de Chuquisaca). Cristina decidió el reemplazo desatendiendo reclamos de la colonia italiana y lo convalidó Mauricio Macri hasta olvidando su propio origen. Ahora se anuncian otros testimonios ornamentales, empezó con Evita, luego Carlos Mugica y Arturo Jauretche, vienen Juan Perón e Hipólito Yrigoyen en el Obelisco. Efigies por doquier, hasta pueden sugerir estampas de yeso para la mesita de luz.
Reúne el Gobierno a los dos caudillos como víctimas de un mismo desenlace (fueron destronados por infames golpes militares), los exalta desde el sufrido gremio de la política y denuncia a la Justicia como cómplice de sus destituciones. Como si hoy esos episodios se emparentaran con el affaire Boudou.
Demasiado atrabiliaria la comparación, sin dejar de olvidar que Perón participó en el derrocamiento de Yrigoyen en el ‘30, con el cual podría compartir plaza (ni hablar de cierta condescendencia con el aterrizaje de Onganía en los 60), y radicales de pura cepa, yrigoyenistas, hicieron terrorismo salvaje para voltear a Perón en el ‘55 y llegar luego al poder con Illia primero y Alfonsín más tarde.
Junto a estas imperfecciones, el Gobierno despliega una misma matriz estética: todas las obras instaladas y a instalar son iguales, casi de un mismo taller y una semejante licitación, seriales objetos de decoración edilicia o urbana, también discutibles en gusto.
Ni el artista debe haber deseado tamaña uniformidad. Opuesta, claro, a la vital propaganda republicana en la Guerra Civil, la anterior soviética ofrecida en folletería y afiches, o la creativa belleza de la cartelería cubana posterior a la revolución. Piezas de colección, murales o cuadros de una casa.
Todo va en gusto. Se nota que el presidencial pasa por la soldadura autógena. Una lástima, ya que, si bien la plástica peronista nunca cruzó ciertos umbrales, al menos mostraba un abanico de alternativas.
Estos homenajes apresurados, interesados, no encajan con los problemas judiciales de Boudou, cuyo final ni vale pronosticar porque se conoce su nacimiento: al margen de otras voluntades, lo cierto es que tanto él como sus eventuales socios pierden en su carrera multinacional por miserabilidades diminutas, la adulteración de un título de propiedad automotor, el no pago de una dieta, reclamos económicos de ex esposas, ocultamiento de recursos en los divorcios, falsificación de firmas para cuestiones menores.
Casi como la parábola de uno de los mayores imputados por corrupción en tiempos del menemismo, que fue a la zanja del descrédito por la indignación de una secretaria que manejaba negocios e ingresos monumentales del personaje, quien le negó una asistencia monetaria para que se pudiera cambiar la dentadura.
Como hombre de Estado, asombra que el vicepresidente no contemplara la utilización policial, de inteligencia, que se suele realizar sobre las comunicaciones, sean interferencias o rastreos. Hace décadas que delincuentes de poca monta, iletrados, marginales, secuestradores, han caído por estas pesquisas. Resulta paradojal que un gobierno habituado a que sus funcionarios no hablaran ni por teléfono con sus presuntos enemigos no tuviera la misma precaución con los amigos, con la red que parece complicar a Boudou en el fallo del juez que lo procesó.
Tanta ligereza pareció expandirse a otra cuestión judicial, la de la deuda con los holdouts. Desde la instancia en que los propios abogados, en cierto momento, se levantaron para decir “nosotros no podemos proponer eso”, hasta el desafiante pedido del Gobierno a la Corte Suprema argentina de exigirle que exprese en un comunicado su odio y lucha contra los buitres.
Como si ignorara que ese mismo instituto, hace más de seis meses y en controversial decisión, no había hecho una declaración, sino que produjo un bloqueo para el pago de ese tipo de demanda en un caso específico que le llegó antes que a la Corte Suprema de los Estados Unidos.
Quizá por cambiar tanto las cosas de lugar, por ordenar o guardar papeles que debían conservarse a la vista –uno parafrasea, claro, las quejas masculinas en el hogar–, se generan confusiones, pérdidas gravosas de tiempo y hasta de dinero.
Ya que, en otro rincón, en otro cajón, la mesa y las sillas siempre están, como los papeles.
A menos que se decida tirarlos por la ventana y, en apariencia, esa no se vislumbra como la decisión última.