Hace un mes, el día que empezaba el paro del campo, yo estaba subido a un camión de carga que venía de La Pampa camino a Rosario, para hacer un artículo de una revista. Cuando salimos el viernes a la mañana, el camionero con el que venía me dijo que no sabía si íbamos a poder circular; en el paro del año anterior él había quedado varado en Entre Ríos en un corte de ruta. Atravesamos La Pampa sin otro inconveniente que el viento en contra y caliente de la tormenta de Santa Rosa que ya se venía armando, tocamos la punta noroeste de la provincia de Buenos Aires y entramos en Santa Fe sin que nadie nos dijera nada. Recién en la ciudad de Casilda nos salió al cruce una familia con banderas argentinas. ¿Estos quiénes son, los Simpsons?”, dijo el camionero. Tuvimos que parar. Unos nenitos con el papá y una señora que parecía su suegra nos preguntaron qué llevábamos. Vengo vacío, descargué en General Pico, contestó el camionero, y era cierto. Nos dejaron seguir. Eso fue todo lo que vimos del tan anunciado paro del campo, un simulacro ya gastado de aquel otro paro que tuvo al país en vilo hace un año. La semana pasada decía que una habilidad de este gobierno ha sido refractar la culpa de la crisis; otra gran habilidad es su dinámica de desgaste, su capacidad para lograr que la gran protesta agraria termine simpsonificada, reducida a un piquete familiar. Quizá una de las formas de erosión es la avalancha de temas controversiales: las retenciones, la liberación de goles secuestrados, la Ley de Medios... Cada tema va tapando al anterior, quitándole protagonismo, degradándolo a las páginas internas del diario donde termina irresuelto, devaluado, cansando a la opinión pública. Las chicanas, la polarización como un River-Boca de las posturas opuestas, los insultos y descalificaciones hacen que cada discusión pierda todos los grises. Las partes enfrentadas se repelen y caricaturizan, no se entiende si esto les sucede porque el enfrentamiento los hace mostrar la hilacha esencial, o si es la mirada de los otros la que los recubre y los convierte en eso, en partes fanáticas sin matices, sin capacidad para escuchar al otro.