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ensayo

La ex ESMA no es apenas un museo

Visité el predio de la ESMA un miércoles a la mañana. El día anterior, el martes a la tarde, había visto El predio, una película de Jonathan Perel que se estrenó en el Bafici. Las dos cosas se me han vuelto inseparables, porque cada una me ayudó a entender a la otra; la película y la visita se completaron mutuamente en su sucesividad, pero no como podrían hacerlo una experiencia y su representación, sino como pueden hacerlo dos configuraciones y dos miradas, dos percepciones, dos impresiones que confluyen.

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Visité el predio de la ESMA un miércoles a la mañana. El día anterior, el martes a la tarde, había visto El predio, una película de Jonathan Perel que se estrenó en el Bafici. Las dos cosas se me han vuelto inseparables, porque cada una me ayudó a entender a la otra; la película y la visita se completaron mutuamente en su sucesividad, pero no como podrían hacerlo una experiencia y su representación, sino como pueden hacerlo dos configuraciones y dos miradas, dos percepciones, dos impresiones que confluyen.
La ex ESMA conserva de la ESMA el aspecto de la miniciudad. Los ámbitos militares, ya se trate de cuarteles o colegios, de bases o de regimientos, tienden a diseñarse así, como esquemas de ciudades o evocación de ciudades. No siempre tienen veredas, pero sí calles y cruces de calles, árboles a lo largo y faroles de iluminación cada cincuenta metros. Se la podría pensar por lo tanto, en su condición de presente, como una especie de ciudad ocupada; aunque en verdad no llega a serlo. La presencia de placas conmemorativas y carteles que anuncian las nuevas funciones de los viejos edificios no alcanzan a completar el sentido de una ocupación. Allí donde la ESMA se percibe como la ex ESMA, cobra más bien la apariencia de una ciudad desalojada.
El rasgo sobresaliente de sus diferentes sectores es que todo se presenta básicamente vacío. Y no sólo en los espacios abiertos, que la lluvia de aquel miércoles subrayaba como intemperie, sino dentro de los edificios: el Salón Dorado del Casino de Oficiales, por ejemplo, o el sótano oprobioso donde se encarceló y se torturó hoy son, antes que nada, lugares vacíos. En lo sustancial, no hay allí nada, excepto los carteles que estimulan el ejercicio mental de reponer lo que hubo antes, lo que implica reponer también lo que pasaba y lo que pasó. Pero ahora, no hay nada, es puro despojamiento, la vigorosa y, al mismo tiempo, resignada exposición de lo faltante.
Lo ominoso y lo nimio se tocan así de un modo salvaje. La oficina que ocupó el Tigre Acosta es un cuartito vulgar y apocado; sin sus muebles y sin su Asesino, resulta si se quiere inclusive trivial. No lo es menos el playón de estacionamiento, el lugar donde se descargaba gente o se la sacaba para morir; es tan plano e inexpresivo como sólo puede serlo un pavimento rústico que no tiene ninguna marca. El sótano tiene de sórdido lo que suelen tener todos los sótanos, con su penumbra y con su humedad, pero un sótano como éste, donde existió lo que existió, sorprende por lo reducido y perturba con la revelación de lo que casi todos los sótanos acostumbran a ser: un depósito. Arriba, en cambio, en la superficie del Casino de Oficiales, el Salón Dorado da idea de amplitud: en vez de ventanitas tiene ventanales, en vez de apretarse se expande, el techo se eleva en vez de aplastar. Pero como tampoco en este sitio hay ya nada, el vacío impera aumentado. Los letreros y los guías reponen los sentidos de este espacio que, como tal, menos dorado que salón, exhibe antes que todo su nada.
¿Qué hubo por ejemplo ahí? Una escalera. La escalera que llevaba al sótano precisamente. La taparon los represores con afán de disimulo cuando, en 1979, los integrantes de la CIDH acudieron a examinar el lugar. No obstante abajo, si se mira con cuidado cierta pared, pueden notarse las huellas de lo que fue la baranda final de esa escalera. Claro que los integrantes de la CIDH que acudieron a examinar el lugar no tuvieron la oportunidad de mirar con cuidado cierta pared. ¿Y justo ahí, del otro lado, qué había? Había dos ascensores, pero los quitaron en 1979, cuando los integrantes de la CIDH acudieron a examinar el lugar. Dejaron eso que ahora puede verse: el hueco.
Decimos “la ex ESMA” para que el prefijo “ex” libre su batalla contra la sigla “ESMA”. La visita sigue ese rumbo: el rumbo de lo que se tapó y se destapa, el de las marcas que se ven y no se vieron, y por encima de todo, el del hueco: el hueco fabricado, el hueco fraguado, la falsedad de ese hueco que es, al mismo tiempo, una absoluta verdad.
Hay una palabra tabú en esto que fue la ESMA, y esa palabra es museo. Los guías se apresuran a tacharla, para proponer su pronto reemplazo por la palabra espacio. “Espacio para la Memoria”. No se siente a los museos como recintos actuales y vivos, por lo visto despiertan desconfianza, y el peligro que insinúan es que pueda cristalizarse un pasado. Buscando conjurar ese riesgo, se aparta el Tiempo y se elige el Espacio. La memoria inscripta en la dimensión espacial, antes que en la cronología, produce su efecto sobre la ex ESMA. Porque las denominaciones, tal como atinan a advertir los mismos guías, no son nunca inocentes. Se evita “museo” y se propone “espacio”, y la ex ESMA termina por resultar precisamente eso: un espacio. Cuanto más vacío se presenta, más espacio (puro espacio) se revela.
Jonathan Perel parece haberlo entendido así cuando llamó a su película El predio. En verdad, no es una película sobre la ESMA, sino sobre lo que se tiene o lo que se puede hacer con la ESMA. Por eso la concibe como un predio, como un lugar en el sentido urbanístico (pero también inmobiliario) de la expresión. Por eso, su asunto es el presente, o cómo el presente se las arregla con el pasado, si es que se las arregla. Y por eso, no es una película de noche y niebla, sino una película diurna y diáfana. Transcurre casi por completo colocando una cámara perfectamente fija sobre ciertas escenas. Esa decisión formal se adapta a su objeto: no un relato, no un discurso, no una historia, sino un lugar. Después de algunas tomas iniciales con movimientos de aproximación muy lenta, como si filmara entrando en puntas de pie, Perel se decide por la opción de una visión siempre detenida. Y lo más frecuente además, es que esa visión detenida se pose sobre escenas enteramente quietas (a veces es apenas el vuelo repentino de algún insecto, y en todo caso el transcurso del sonido ambiente, lo que nos hace saber que el tiempo está pasando en esa imagen que vemos). Perel efectúa un recorrido por el predio de la ESMA, pero luego prescinde de los desplazamientos que lo llevaron de un sitio a otro para extractar, únicamente, aquello que le llamó la atención y, por ende, lo indujo a detenerse. Tal como sucede en los museos (porque los museos son también, y más que nada, espacio), el movimiento supone una baja de atención o de interés; lo que nos importa es aquello que nos hace parar y que se impone a la duración de la mirada.
La duración de la mirada es así el notable principio constructivo de El predio, y su objeto es todo aquello que en el predio motivó el detenimiento. Esto es, en lo esencial, las partes donde no hay nada, o donde hay cosas deterioradas o rotas, o donde hay cosas reunidas y apiladas. Pero como la nada de lo que es nada se deja ver, acaba por convertirse en algo; y todo lo roto y deteriorado expresa un abandono que es, justamente, el de lo desalojado; mientras que las pilas de cosas (pilas de tubos de ventilación descartados, por ejemplo) ofrecen a la vista el paisaje de la burocracia, la función en continuado de lo que es la administración pública.
El agudo ojo inmóvil de Perel da cabida en otros tramos a las diversas actividades que promueven un espacio cultural en ese espacio que fue la ESMA. Vemos así las sillas a medio ocupar de algunos ciclos de cine (el introito remoto de Argentina Sono Film en un caso, la sentimentalidad de Mundo Alas en otro), vemos la ejecución de una obra gráfica sobre un gliptodonte, vemos la intervención artística de una plantación de papas, vemos en la película a un japonés que filma para su película al público que concurre a ver una película. La sensación de insuficiencia que parece desprenderse de todo esto, puede que se deba a los límites que cualquier espacio de cultura podría llegar a tener en cualquier espacio de flagelo y muerte.
Porque, en definitiva, puede decirse que la razón que no tenía Adorno al sostener que no se podía escribir poesía después de Auschwitz impidió apreciar la razón que sí tenía cuando decía eso mismo. En más de un sentido se equivocaba, y él mismo se mostró dispuesto a admitirlo. La mera constatación empírica de que sí, de que se siguió escribiendo poesía después de Auschwitz, fue en ocasiones el sostén principal, si no el único, de las objeciones que se le opusieron. Y en efecto, pasó Auschwitz y hubo poesía y Adorno, en ese sentido, no tenía razón. Pero en otro sentido, sí la tenía. Después de Auschwitz, frente a Auschwitz, a partir de Auschwitz, hay una verdad de pasmo y abismo, de impotencia y de azoramiento, de vacío y de agobio, de pesimismo, de conclusión, de desborde, que nada puede expresar mejor que la imposibilidad cierta de escribir poesía.
No se trata, de ninguna manera, de plegarse a las corrientes más o menos en boga que con demasiada prontitud exaltan la condición de lo irrepresentable, de lo incontable, de lo indecible. Tal como lo ha señalado Giorgio Agamben, lo irrepresentable de Auschwitz es tan sólo la muerte; el resto sí se puede testimoniar, y de hecho se ha testimoniado. Lo que Adorno designó es un silencio de otra índole: es ese punto o ese momento (lo podemos llamar Auschwitz) que deciden la insuficiencia de cualquier palabra posible.

*Escritor. Su último libro es
Cuentas pendientes (2010).

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