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La fábula del pastor y el lobo y la histeria social

El anuncio del tren bala despertó críticas casi unánimes. Todas se orientaron a que existen otras prioridades, lo que de tan obvio hasta podría ser falaz.

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  tren bala
Sueño K. El anuncio de un tren bala que costará 1.500 millones de dólares y unirá Buenos Aires con Rosario y Córdoba desató una ola de críticas que reflejan el estado de ánimo social.

El anuncio del tren bala despertó críticas casi unánimes. Todas se orientaron a que existen otras prioridades, lo que de tan obvio hasta podría ser falaz. Por ejemplo, si justificado en el legítimo interés de vender un tren de su país, Francia otorga para ese proyecto y no para otros una financiación a treinta años, o a quince, si no se acuerda con el Club de París –algo que no podría dejar de suceder en el futuro–, construir el tren bala no le quitaría recursos al Estado para hacer las inversiones más prioritarias. En ese caso no sería “o” sino “y”. Pero el debate no está planteado en esos términos o, como debería ser, en el análisis de la conveniencia de ese tren en sí mismo, independiente de cualquier otra comparación. Se lo rechaza de plano.
Es comprensible que así resulte porque sería un error tomar esas críticas como un hecho aislado: el proyecto viene precedido por un tren en Puerto Madero digno de Disneylandia, pero más que eso, por el uso proselitista que le dio el Gobierno a la inauguración de ese minimérrimo tren, y fundamentalmente por la justificada sensación de que detrás de toda obra pública costosa, como los gasoductos de Skanska, hay retornos suculentos. Como en la fábula del pastor y el lobo, cuando era cierto nadie (si así fuera, en este caso al Gobierno) le creyó.
El malestar social hay que verlo como un síndrome: Valijagate, bolsa de Miceli, Skanska, sumado a cortes de luz, manipulación del INDEC, todo matizado con altas dosis de soberbia presidencial. Es un proceso de acumulación, donde cruzado cierto límite todo lo que la opinión pública envió “profilácticamente” al inconsciente, emergió.
Nada nuevo bajo el sol, como ya se mencionó en esta contratapa; lo mismo sucedió con Menem, De la Rúa y hasta Alfonsín. Durante el período de enamoramiento todo lo que haga el gobernante, bueno o malo, es bueno. Y cuando el encanto desaparece, todo lo que haga el gobernante, sea bueno o malo, es malo. Sorprende que los gobernantes se sorprendan cuando nada de lo que hacen satisface. Sorprende también que se hayan creído merecedores del aplauso que recibían sin comprender que uno y otro estado de ánimo social son parte del mismo síntoma: la histeria social.
De tan altas expectativas surge inevitablemente la insatisfacción. Y las altas expectativas no las genera quien las recibió sino la propia histeria porque el deseo histérico es –justamente– tener un deseo insatisfecho.
Todos los síntomas histéricos son un llamado al otro. En el terreno social se dirigen a un líder actual pero, en verdad, son un llamado a un líder prehistórico, inolvidable, al que nadie que haya llegado después podrá igualar. Siempre busca la encarnación del amo-maestro mítico. Como encarnación, todo amo real está condenado a fracasar. porque el deseo es siempre imposible.
Los discípulos hacen al maestro. En los términos de Hegel: es el esclavo quien confirma, reconociendo su poder, la posición del amo. La histeria siempre hace amo o maestro al otro y tiene una extraña solidaridad con los líderes como amos, a quienes uno tras otro eleva después de haber hecho caer al anterior para luego poder volver a voltear al siguiente.
El saber siempre está en la posición del líder-amo, lo cual significa que la sociedad debe sostener al amo en su ilusión de que forma una unidad con su saber, negando sus limitaciones y hasta considerando como aciertos sus errores, hasta que la farsa se hace insostenible.
El despliegue desenfrenado de sentimientos, la afectividad lábil, los estallidos emocionales, el control deficiente de esas emociones o las emociones volátiles e inconsistentes son un rasgo de esa histeria. El principal problema no es que quiera apagar su sed, sino que anhela la sed misma. Lucha por algo que está más allá de un fin, que no tiene un término final: elige la impotencia en relación con la satisfacción. La génesis de la histeria consiste en la oposición entre goce y placer. La histeria sencillamente no quiere poder.
Una sociedad errante, atrapada en las vicisitudes de esa pulsión acéfala, no encuentra objeto que venga a detener la indeterminación de su deseo. Hace de su vida el incesante enigma de su deseo. Espera encontrar al menos esa excepción, ese líder suprahumano que pueda satisfacer su deseo. La histeria está sometida a la necesidad de crearse un deseo insatisfecho.
El histérico es inasible: resiste al amo-líder respaldado por él. Menem se preguntaba por qué la clase media no lo quería si él les había devuelto el viaje a Miami, y los Kirchner comienzan ahora a hacerse preguntas similares. Pero no son los líderes víctimas inocentes. Para montar una histeria se necesitan, por lo menos, dos.
Y como el amor y el odio pueden retroalimentarse, cuando el momento de la desazón llega, aquellos que fueron críticos desde el comienzo terminan siendo los más equilibrados.