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MEDICIONES

La felicidad exacta

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A partir de que el hombre comenzó a pensarse a sí mismo y a su devenir separado de los caprichos de los dioses, intentó controlar la naturaleza mediante la ciencia y la técnica. En esa carrera por ser amos de nuestro destino, los seres humanos progresivamente nos fuimos obsesionando por las mediciones. Si se puede conocer con la mayor exactitud posible presente y pasado, tal vez estemos un paso más cerca de predecir el futuro.

El arte de medir se convirtió rápidamente en una herramienta clave para gobernar. El detalle y la exactitud se hicieron regla. Pasamos de contar cuántos éramos a saber qué tipo de corte de carne de cerdo consumen con mayor preferencia los habitantes de la zona sur de Hurlingham.

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Pero ahora queremos ir un paso más allá. No nos basta con lo mundano, vamos por lo metafísico: se esta volviendo popular en el Primer Mundo (no se preocupen, ya pronto llegará a nuestras costas) calcular la felicidad.

Más allá de tener intriga por saber cómo se puede medir tal sentimiento, lo cierto es que desde universidades como Harvard, pasando por el primer ministro inglés, Cameron, el presidente francés, Sarkozy y hasta el Premio Nobel Stiglitz consideran que es tiempo de que las oficinas de estadística no sólo midan la inflación, sino también el grado de felicidad del ciudadano mes a mes.

¿Usted se siente feliz? Pregunta que posee una enorme dificultad para ser respondida con un monosílabo a un censista del Indec.

Pero hay algo que me genera aún más incertidumbre que la simple metodología de medición existencial que se está poniendo de moda y es: ¿qué entiende usted por felicidad? Otra pregunta incómoda.

Arriesguemos una respuesta rápida, aunque no contente a todos: la concreción de mis objetivos.

Suponiendo que la felicidad sea lograr nuestras metas, mundanas e interiores, ¿qué sucede cuando esas necesidades se multiplican al infinito, cuando nuestras demandas son estimuladas perpetuamente? Si esto fuera así, jamás lograríamos ser felices. Bastaría con llegar a una meta para tener otras doscientas pendientes.

El filósofo francés Gilles Lipovetsky presenta un panorama similar en La felicidad paradójica. Allí plantea que nuestra sociedad de consumo “evolucionó” a una de hiperconsumo. El vivir mejor se convirtió en una pasión de masas, en la meta suprema de las sociedades democráticas. Pero cuanto más obtiene el hiperconsumidor, más extiende el mercado su influencia tentacular, más autoadministrado está el comprador. No somos dueños de lo que nos sucede.

Asistimos paralelamente a la expansión del mercado del alma. El bienestar interior, sin guías ni referencias históricas, se presenta como un segmento comercial más que el hiperconsumidor quiere tener a mano, sin esfuerzo y enseguida.

Gozamos de lo fácil y lo ligero. La opulencia convive con el aumento de las desigualdades. Somos incapaces de calmar el hambre por consumir, incluyendo los opiáceos del alma.

¿Se puede ser feliz cuando los estímulos por tenerlo todo nunca se detienen? ¿No genera esto sólo insatisfacción y resentimiento? Debemos tener el último celular o el mundo explota. Si tus zapatillas no tienen una pipa bordada, los jinetes del Apocalipsis arrasarán con la humanidad. ¿No tomás la pastillita para la sonrisa eterna, la relajación y la despreocupación absoluta? No existís.

Será momento de redefinir lo que entendemos por felicidad. No llamo desde aquí a despojarnos de nuestros bienes materiales y vivir de los frutos de la naturaleza. Observemos lo que nos rodea y repreguntémonos por nuestro bienestar y el de los demás. Volvamos a ser amos de nuestro destino. Que las empresas de gaseosas sigan produciendo gaseosas y los jeans sigan siendo jeans, pero que se dediquen a hacer burbujas y pantalones. Que los parámetros para medir nuestra felicidad sean nuestros y no impuestos por necesidades fabricadas. Tal vez, de esta manera, cuando la pregunta sobre nuestra felicidad sea incluida en el próximo censo, podamos recibir al censista con una auténtica y bien lograda sonrisa.


*Licenciado en Ciencias Políticas.