El domingo 28 de junio, a las 18, en los salones de Costa Salguero, donde Unión PRO había instalado el búnker de campaña para esperar los resultados, todo era nerviosismo. Doce pantallas, algunas de plasma y otras gigantescas, multiplicaban las imágenes de los canales de noticias que decían que el recuento en la provincia de Buenos Aires entre Kirchner y De Narváez era voto a voto, sin ventajas para ninguno.
Un escenario inmenso estaba vacío todavía y detrás de una pantalla de casi diez metros de alto por veinte de largo proyectaba imágenes de la campaña electoral, en las que De Narváez repartía boletas.
Sonaba reggaetón, Babasónicos, Miranda!, tango electrónico y, para matizar la espera de los resultados, sandwichitos, medialunas, muffins de chocolate y bebidas sin alcohol. Afuera del salón, sobre la Avenida Costanera, junto al Río de la Plata, llovía a cántaros.
Todavía había poca gente, muchos movileros de los medios y apenas medio centenar de los voluntarios, militantes PRO vestidos con remeras amarillas, que esperaban tras una baranda. Federico Pinedo recorría los grupos de periodistas.
Frente al escenario, y dejando en medio un gran espacio todavía vacío, se habían armado gradas, donde se ubicaban los camarógrafos y reporteros gráficos que enfocaban sus lentes hacia la nada.
A las 18.10 apareció Gustavo Ferrari, el amigo, consejero y en ese momento candidato a diputado, para calmar la ansiedad: “Si contamos los votos ganamos la provincia. A los fiscales, que se queden; vamos a tener que discutir y pelear”, pedía.
De Narváez todavía no había llegado. Entre los periodistas se multiplicaban los candidatos de abajo de la lista, los diputados porteños del PRO, Luciano Miguens, de la Sociedad Rural: todos eran todavía cautos y se respiraba incertidumbre. “A esta hora estamos medio punto arriba”, susurraban los asesores de De Narváez, frenéticos, celular en mano recibiendo datos de distintas localidades de la provincia. Otros, menos optimistas, presagiaban una derrota por apenas dos o tres puntos.
“Igual es una victoria para nosotros. ¡Qué sopapo para Néstor!”, se consolaban por las dudas.
A medida que pasaban las horas, Ferrari, jefe de campaña, subía cada tanto al escenario para pedir a los fiscales que no se movieran de sus mesas porque pensaban que en un escrutinio riguroso iba a estar la posibilidad de ganar por un estrecho margen.
A las 19.15 llegaron los imitadores de “Gran Cuñado” en medio de la lluvia. La falsa Gabriela Michetti, el falso Macri y el falso De Narváez atraían la atención de las chicas que servían las bebidas y les pedían autógrafos.
Antes de las 20, nada era claro en Costa Salguero: por un lado los militantes porteños festejaban la victoria de Gabriela Michetti en Capital, pero por menos puntos de lo esperado, y por el otro, los bonaerenses se aguantaban el suspenso.
Los rumores hablaban de que perdían en Lanús y que en Merlo, habían tenido problemas con unos matones que habían impedido votar en una escuela.
De Narváez estaba en el primer piso de los salones de Costa Salguero, alfombrado de rojo. Había sillones de pana, mesitas altas con banquetas y un catering más acorde con el nivel de los invitados VIP. Champagne, ensalada de hongos, vino blanco y tinto y otros entremeses para combatir la ansiedad.
El candidato, con su esposa Agustina y su hijo Francisco, estaba en un cuarto cerrado, separado del resto. Cada tanto salía y preguntaba cómo iba el recuento de votos.
En paralelo, en el búnker de Las Cañitas, se había montado el centro de cómputos, donde más de 250 jóvenes vestidos con remeras rojas del candidato recibían los datos de los voluntarios desde las mesas del Conurbano, cargaban planillas y pasaban la información a Costa Salguero.
A las 20.50 apareció De Narváez en el escenario. “La elección es muy pareja, pero estamos ganando en la provincia de Buenos Aires. Gracias a los fiscales que se tienen que quedar controlando voto a voto, porque ésta va a ser una noche larga”, les pidió. Ya había un centenar de militantes que gritaban y festejaban. Estaban optimistas, pero sin ninguna certeza.
A las 21.15 las pantallas mostraban que De Narváez tenía el 34% de los votos y Kirchner el 33,7%. Pero eran sólo con el 6% de las mesas escrutadas.
Macri, ya con el triunfo de Michetti, se subió al escenario para alentar a la gente. “Los primeros resultados de todo el país nos hablan de que habrá un cambio”, prometió. Cristian Ritondo y Daniel Amoroso ya repartían remeras color amarillo PRO con la inscripción “Macri presidente 2010”.
Las pantallas daban cada vez más mesas y los números estaban cabeza a cabeza, arriba De Narváez por un punto, aún sin una tendencia definitiva.
A las 23.40 estalló el festejo desbocado, cuando los resultados hablaron de una diferencia de tres puntos, con la mitad de los votos contados.
“Vamos a bailar, toda la noche…”, sonaba la música de los Fabulosos Cadillacs en medio de luces de colores y humo de discoteca.
De Narváez subió al escenario, junto con Macri y Felipe Solá. Se estrecharon en un largo abrazo. Macri revoleaba la remera amarilla con su nombre. A sus espaldas, la enorme pantalla de video mostraba a un pingüino emperador muerto de frío en la Antártida.
“Varias veces dije, a lo largo de esta campaña, que si no nos dividíamos un día vamos a cambiar la historia, y ese día es hoy”, exclamó un De Narváez eufórico, que se apoyó en su socio porteño.
Recordó que había sido él quien lo había invitado a participar en política. No se acordó en ese momento de sus peleas, idas y venidas. “¡Colorado, Colorado!”, gritaban los militantes. Agustina Ayllón exhibía la enorme panza del final de su embarazo en medio del escenario. “¡Y ya lo ve, y ya lo ve es para Kirchner que lo mira por TV!”, coreaba la multitud.
La gente se quedó bailando en medio del escenario con los imitadores de “Gran Cuñado”.
En la planta alta, De Narváez, ya más distendido, se reunió con su familia. Se abrazaron y festejaron. Agustina Ayllón caminaba nerviosa por los pasillos. Su hijo Antonio iba a nacer dos semanas después. Los otros cinco hijos del candidato lo acompañaban allí.
En otro cuarto, en el piso de abajo, se reunieron Mauricio Macri y sus principales asesores. Los dirigentes subían y bajaban con los últimos cómputos.
“¡Ganamos en el interior!”, gritaba uno, y el otro le devolvía: “Hubo un corte brutal de los intendentes”.
Kirchner recién reconoció la derrota a las 2 de la madrugada.
Ojeroso, con la bronca acumulada que le había hecho darles puñetazos a las paredes, se paró frente a los periodistas en un atril rodeado por Sergio Massa, entonces jefe de Gabinete y candidato a intendente de Tigre, Daniel Scioli y Alberto Balestrini, gobernador y vicegobernador bonaerenses, respectivamente, y candidatos testimoniales, en el Hotel Intercontinental de Monserrat, donde tenía su búnker.
“Hemos perdido por muy poquito”, dijo Kirchner, cuando el escrutinio había avanzado hasta contabilizar el 90,65% de las mesas. El resultado provisorio, ya imposible de dar vuelta, mostraba un triunfo de Unión PRO con el 34,51% de los votos, frente al 32,16% del Frente para la Victoria. “No hubo grandes ganadores”, dijo.
De Narváez ya se había ido a esa hora de Costa Salguero y estaba en sus oficinas de Las Cañitas.
Todos miraban la imagen de la derrota de Kirchner en grandes plasmas. El triunfador se llevó las manos a la boca y chifló como en la cancha, ante la imagen de Kirchner repetida en la televisión.
Entre cartelitos donde se veía a un pingüino atravesado por una línea roja, se destacaban otros con la leyenda que señalaba: “Se termina la era del hielo”. Hubo brindis y mucho baile. La fiesta terminó a las siete de la mañana, con Ferrari y De Narváez saltando con los que habían trabajado para llegar al triunfo. Ahora sí podía decir que había vencido a Néstor Kirchner. Nunca había llegado tan lejos, cuando empezó a fantasear con ser un dirigente político apenas ocho años atrás.
Ahora sentía que tenía el capital político necesario no sólo para lanzarse como candidato a gobernador bonaerense, sino para aspirar a ser presidente de un país en el que ni siquiera había nacido.
*Periodista.