COLUMNISTAS
CRISIS DE PODER

La guerra de las palabras

¿Es posible pensar que ante los hechos en la Franja de Gaza ya no sirvan las palabras? Hay una sensación de que lo que se dice deja de lado lo único que cuenta, es decir la matanza de la población civil, de niños, mujeres, ancianos, de los desprotegidos.

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¿Es posible pensar que ante los hechos en la Franja de Gaza ya no sirvan las palabras? Hay una sensación de que lo que se dice deja de lado lo único que cuenta, es decir la matanza de la población civil, de niños, mujeres, ancianos, de los desprotegidos. Nuestra conciencia no acepta que se contabilice en nombre de una lucha armada un “costo” de la guerra que implique este vil asesinato. Sin embargo, lo que sucede en aquella frontera es un problema político, es decir un conflicto de intereses, de poderes, también de creencias, de ideologías, y por lo tanto, de palabras.

André Glucksman escribe una nota en la que desvirtúa la crítica que se hace de la avanzada israelí como “desproporcionada”, señalando que cuando la lucha es entre enemigos a muerte no hay medida de proporcionalidad.

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Quintín responde en este diario que desde ese punto de vista los israelíes estarían autorizados a arrojar una bomba atómica o torturar a todos los palestinos. También podríamos imaginar que en caso de aceptar el argumento de que hay medida y proporción aun en las guerras, el ataque a las Torres Gemelas es un hecho mínimo respecto de los daños que el imperialismo norteamericano inflige a los pueblos de Medio Oriente o que las bombas en la estación de trenes de Madrid es también un hecho mínimo respecto de la acción y apoyo del gobierno español a la guerra de Bush en Irak.

La lógica de la proporcionalidad es confusa porque soslaya lo que debe ser claro: las guerras y los que las comandan –en las que se matan civiles a mansalva– son responsables de actos criminales de lesa humanidad más allá de toda comparación.

El gobierno de Israel lleva a cabo un acto criminal. No el Estado y la nación israelí, sino el personal gubernamental de turno. No hay justificación por esta matanza de niños aduciendo que Hamas tiraba cohetes desde Gaza. Un muerto israelí en seis meses muestra, por el contrario, que a pesar de la intranquilidad de una frontera en la que viven del otro lado cientos de miles de refugiados y un grupo político islamista en el poder, la situación estaba bajo control.

Los diarios del mundo señalan que el partido del gobierno remontó aceleradamente su posición en las encuestas de las elecciones del mes que viene, y que sus candidatos ahora son favoritos. Esto muestra algo más preocupante. La opinión pública israelí está a favor de esta matanza y no elige otra solución que ahogar en el terror al pueblo palestino.

Escribí que el gobierno de Israel comete un crimen de lesa humanidad, y a pesar de esto, en este mundo de las palabras, se pronuncian muchas y se levantan consignas que muestran el otro lado de esta condena, la de los que aprovechan esta oportunidad que brinda el terror para predicar odios asentados y conseguir adeptos ideológicos.

Todos los que sostienen que Israel no tiene derecho a existir; los que dicen que es una cuña del imperialismo yanqui; los que justifican el terrorismo islámico diciendo que es de resistencia; quienes usan el genocidio del pueblo judío perpetrado por los nazis y sus cómplices para proclamar que sus descendientes no son diferentes de los verdugos de sus padres; aquellos que no reconocen que, si bien Israel es culpable de estas muertes, la responsabilidad política también le corresponde a las teocracias árabes que desde hace sesenta años amenazan con arrojar judíos al mar; todos ellos encuentran ahora un lugar para desagotar su ideología.

Usan a los niños palestinos muertos de escudo moralizador para despertar horror en las conciencias, pero sólo lo hacen porque los que los matan no lo hacen en nombre de una resistencia. De ser guerrilleros pronunciarían una amonestación de etiqueta y luego justificarían el trasfondo de una lucha por la liberación.

Hemos visto a escuderos ideológicos que aprobaron la muerte de los miles que trabajaban en las Torres Gemelas; a quienes siguen vivando los actos terroristas de las formaciones especiales en los setenta; a quienes nunca han hecho una autocrítica por el asesinato de millones de rusos por el stalinismo comunista y que ahora le gritan nazis a los israelíes; vemos a quienes jamás han levantado un dedo de indignación por la muerte de civiles bosnios o que ni siquiera están enterados de las masacres de niños en Sudán, o que ignoran la muerte de niños nicaragüenses en manos de sandinistas, y de tantos crímenes de lesa humanidad que no les conviene; todos ellos se muestran hoy espantados.

Por eso la indignación común no une. Por eso también cuando sucede algo como lo que está sucediendo en la Franja de Gaza se hace imprescindible hilar fino en la guerra de las palabras. La guerra de los hechos abre la esclusa para que nos inunden palabras con las que nada tenemos que ver.

Nos vemos atrapados por una celada. Si participamos del debate ideológico, el de las palabras, y defendemos el derecho a la existencia de Israel; si condenamos a todos aquellos que denigran el genocidio del pueblo judío diciendo que hacen sufrir del mismo modo en que sufrieron, por lo que en algo serían merecedores retrospectivos de lo que les ocurrió; si marcamos nuestra diferencia con los que hacen equivalencias espirituosas entre franja y gueto; si denunciamos a los que usan a los niños muertos para incrementar el odio y fortalecerse; si encontramos en muchos la renovación de un antisemitismo mal digerido por la burguesía argentina y listo para salir cuando la tranquera está abierta; si denunciamos todo esto, nos enlodan diciéndonos que justificamos la matanza de los niños palestinos.

El chantaje moral es un buen invento de nuestra política. Muchos han hecho uso y abuso del mismo estos últimos años. Si denunciamos la pseudopolítica de derechos humanos de este gobierno, dicen que estamos con los torturadores. Si condenamos la metodología guerrillera de los setenta, nos dicen procesistas. Si criticamos a alguna organización de los derechos humanos, nos tildan de demonios. Si defendemos el derecho de los padres a organizarse y denunciar los secuestros de sus hijos, nos dicen blumberistas protofascistas.

El chantaje es fácil de implementar. En la crisis del campo tuvo otra buena oportunidad. Quien criticaba la acción política de un gobierno que se equivocaba en casi todo respecto de una reivindicación masiva estaba con los oligarcas, con los procesistas, con los gorilas.

No es fácil escaparse de esta celada. Abundan en nuestra sociedad los vengadores de pobres, los protectores de algunos niños, los progresistas morales que bien se acomodan con Dios y con el Diablo, los buscadores de víctimas y los maniqueos de la historia.

Debe haber pocas sociedades en la que conviven un sistema de ilegalidad sin fisuras, una corrupción estatal y privada sistémica y un coro de ángeles progresistas y revolucionarios tan estridente.

La guerra de palabras nos lleva lejos, nos desvía del camino, nos mete en terreno fangoso. Pero es ineludible. Testimonia la dificultad de hallar compañeros de ruta, la falta de más Baremboin, más Grossman, más de los que pelean en Israel por la paz ahora, los que toman conciencia de que la guerra no es la continuación de la política sino su fracaso y que su costo es la sangre de los pueblos.


*Filósofo.