La semana pasada escribí sobre la herencia que los K dejaban a la runfla de aspirantes a sucederlos. Uso “runfla” en la tercera acepción establecida por la Academia Real: “Conjunto de miembros de una misma especie”. Podría haber puesto “la canalla”, pero “canalla” ha adquirido tanta dignidad filosófica, literaria y hasta moral que es una expresión demasiado alta y elaborada para calificar a nuestros políticos. Esta semana tendría que ponderar la herencia de Macri&Michetti. Pero aquí sobra espacio: no dejan nada. Es decir: dejan nada. No hay que censurar a la vice por haber acompañado al jefe ni por seguir acompañándolo. Sin él, no habría sido nada y si hiciese lo que debe (es decir, lo que debe-de-estar-pensando-hacer), entraría en la historia de los concejos deliberantes como una suerte de Ramón Quijano, Elpidio González o Alejandro Gómez.
Hacia 1949, mi papá me mostró a un viejito casi ciego que vendía tinturas en Avenida de Mayo al 700 y me dijo: “Ese es Elpidio González”. Otra vez, hacia 1982, en un patio de la Universidad de Belgrano, Enrique Pugliese me señaló a un viejito enclenque diciéndome: “Ahí viene Alejandro Gómez, profesor de Derecho Constitucional”. Vender anilinas o enseñar derecho son destinos más dignos que el de Menem pagando una corte de abogados, o el de De la Rúa amaestrando sus faisanes y trabajando de suegro de Shakira y de padrino de los sushi que anidan en el Ministerio de Cultura de la Ciudad. Tendría que escribirle en detalle sobre esto a Gabriela. Pero es el turno de responder a los que se alarmaron por mi referencia a las cárceles en el colofón de mi comentario sobre la herencia de los K. Recordar que la Constitución establece que no son para castigar delincuentes sino para proteger a la sociedad aislándolos y tratando de recuperarlos para la vida es una manera de ir preparando a los contribuyentes y a la runfla que vive del Estado para cuando deban resignar la parte de sus ingresos necesaria para cuadruplicar el presupuesto judicial, asistencial y penitenciario, adecuándolo a la mexicana realidad heredada al cabo de veinticinco años de democracia.
Hace veinticinco años, alarmado ante la política económica –continuista– y cultural –ingenua– de la democracia, pronostiqué la escena contemporánea. Como los alfonsinistas se la pasaban recitando la Constitución de 1853, apelé a las alegorías de la Organización Nacional, el Desierto y los Indios para referirme a ese treinta por ciento de argentinos que la democracia había elegido dejar afuera. Eran los nuevos indios de esa democracia esperanzada en que un nuevo general Roca los remitiese a sus tolderías. Pero donde hubo tolderías las tierras están irreversiblemente sembradas con soja.