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La herencia maldita

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No sabía qué tema elegir para la columna de esta semana: ¿el Papa en Brasil?, ¿el nuevo vástago de la Casa Real británica?, ¿el traspaso de YPF de su previo dominio europeo a su nuevo dominio norteamericano, lo que demuestra el carácter trilemático de nuestra situación nunca bien comprendida, y nunca cómoda?

Nada de eso me importa, pero sobre todo: nada de eso tiene la magnitud de la inminente inauguración del Metrobús en la avenida 9 de Julio, una de las ideas urbanísticas más espantosas que alguien pudo tener alguna vez, impuesta con la prepotencia del caso, contra viento y marea.

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La razón de la pena y del fastidio de cualquier ciudadano con dos dedos de frente (no es el caso del alcalde de la Ciudad) tiene que ver sobre todo con dos variables: el Metrobús fue una solución ingeniosa en la avenida Juan B. Justo porque allí no puede construirse un subterráneo (por debajo corre el siempre chúcaro arroyo Maldonado). Pero abajo de la 9 de Julio, en cambio, hay un tren subterráneo con las mismas terminales que el Metrobús ahora terminado, cuyo horror tercermundista ya brilla por encima de los árboles, con sus centelleantes paneles de vidrio o plástico que en pocos meses serán un cúmulo de desperdicios (¿por qué no habría de ser así, si el resto de la Ciudad hiede a toda hora?).

Hubiera convenido reforzar los trenes subterráneos de la línea C, hacer que los ramales de TBA (ex Mitre), que tienen la misma trocha, entraran directamente al túnel subterráneo de la línea C, y no se detuvieran en Retiro sino que llegaran hasta Constitución. Hubiera convenido, llegado el caso, ampliar los carriles centrales de la 9 de Julio y reservar Cerrito y Carlos Pellegrini (y sus continuaciones) para los colectivos, para que éstos no tengan que circular a contramano, creando un vértigo perceptivo sólo comparable a la alienación mental de los urdidores del proyecto que, para peor, nadie se atreverá a desmontar nunca.