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La hora de la autoevaluación

Desde hace algunas décadas, las universidades argentinas se someten a procesos de examen interno para regular su calidad académica. Pero, a veces, se plantean dudas sobre las metodologías implementadas. Eficiencia o rigurosidad, esa es la cuestión.

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Desde la creación de la Coneau, hace ya  veinte años, muchas son las universidades que han llevado a cabo sus procesos de autoevaluación y se han sometido a la evaluación externa de acuerdo a lo que determina la Ley 24.521, de Educación Superior, en su artículo 44.
Sin embargo,  la cuestión metodológica de estos procesos aún  no ha sido totalmente resuelta. El problema de la rigurosidad continúa pendiente. Inclusive, se siguen utilizando todavía palabras como evaluar, analizar, apreciar, estimar y describir, entre otras, como si fueran sinónimos.
Por supuesto, no se trata de adoptar un recetario, sino de cumplir con las exigencias que emanan de la letra y espíritu del documento que elaborara la Coneau, Lineamientos para la evaluación institucional, en 1999, previa consulta a las autoridades de universidades públicas y privadas, como
marco orientador para la realización de los procesos de evaluación, aún vigente.  
La debilidad  no está en el qué sino en el cómo. Si en sentido genérico, evaluar es asignar valor a algo, el problema consiste en saber cómo se llega el juicio de evaluación. Si a partir de un intercambio de ideas, de percepciones y de interpretaciones de los propios actores o actores externos, o a partir de datos rigurosamente recolectados cumpliendo con las exigencias propias de cualquier investigación empírica.  
Toda evaluación supone confrontar un modelo deseado con la realidad, para conocer   el grado de aproximación que la realidad muestra respecto de ese modelo. En el caso de la evaluación universitaria, y así lo establece la ley, el proceso debe realizarse en el marco de los objetivos de cada institución.
Esto pone de manifiesto que no existe un único modelo de universidad, sino que cada universidad puede tener su propio proyecto institucional, que puede o no coincidir con el de otras, y es respecto a ése modelo que debe evaluarse. Queda resguardada así, al menos en la letra,  la autonomía universitaria y se pone límites al accionar de los pares evaluadores externos ya que su tarea se va limitar a auditar el proceso para saber si partiendo de donde se partió, se llega adonde se llegó.
No evaluar la realidad teniendo como referencia modelos ajenos a la institución, como suele ocurrir en muchos  casos, desarrollando evaluaciones paralelas y avasallando de esta manera la autonomía universitaria.
No hay que olvidarse, como sostuvieron  Florencia Carlino y Marcela Mollis hace unos años, que la evaluación institucional en nuestro país quedó instalada “bajo sospecha”. Cuestión que tuvo mucho que ver, y de alguna manera la sigue teniendo, con los avatares que jalonaron el desarrollo de este proceso en la Argentina.
Las discusiones alrededor del concepto mismo de evaluación y los modelos de universidad subyacentes a las distintas interpretaciones; la pertinencia de su aplicación al ámbito de las universidades nacionales; la vinculación entre las dimensiones políticas y epistemológicas, la “neutralidad” de las agencias de evaluación y muy especialmente la forma de llevar adelante el proceso en su conjunto ocuparon los lugares mas destacados en la discusión.
Es en función de todo esto que la rigurosidad metodológica tiene una importancia capital. Para que la evaluación institucional se realice con la transparencia necesaria, y refleje la
realidad con el mayor grado posible de aproximación, es indispensable tener muy en cuenta esta cuestión.
Primero es necesario explicitar claramente el proyecto académico de la institución; segundo, desagregar el modelo según los grandes áreas de la educación superior: docencia, investigación y extensión; tercero adecuarlo a cada una de las carreras para obtener el perfil profesional deseado, más allá de las características propias de cada disciplina; cuarto, determinar cuáles son las variables a tener en cuenta para medir la realidad y de esa manera poder saber hasta dónde esa realidad se acerca o no, al modelo deseado; quinto definir conceptualmente esas variables; sexto seleccionar los indicadores con que se las va a medir; séptimo, determinar las técnicas a utilizar para recoger y procesar la información y por último definir los estándares, o valores deseados según el modelo, como valores de las variables. Cuando no se cumple con esta última exigencia el proceso se desbarranca, se pierden una enorme recolección de datos y en un conjunto de interpretaciones, según la mirada de cada evaluador, sin que quede del todo claro por qué esos datos y no otros, por qué esas interpretaciones y no otras y la conexión entre los datos y las interpretaciones.  
En cada una de las etapas se podrá proceder de diferentes maneras o utilizar distintos instrumentos. En algunos casos se manejarán técnicas cualitativas o en otros cuantitativas. Dependerá de los indicadores seleccionados. La conclusión será una consecuencia del adecuado cumplimiento de cada uno de los pasos en cuestión. Se evitará de este modo caer en la autocomplacencia, uno de los principales peligros de la autoevaluación que se mencionan en los Lineamientos. Y también en las arbitrariedades. De ahí la importancia de los evaluadores externos para asegurar que efectivamente las conclusiones a las que se llegue surjan del adecuado cumplimiento de las exigencias de coherencia lógica y correspondencia empírica propias del proceso. La metodología de investigación de las ciencias sociales, tiene mucho que aportar al respecto.

*Profesor emérito de la Universidad del Salvador.

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