Cada vez que la Iglesia no consigue interferir en las leyes (es decir, en los cuerpos) de los ciudadanos, el país avanza un poco. Yo heredé un catolicismo más social que religioso; me bautizaron, una catequista me enseñó el misterio de la Santísima Trinidad con tres fósforos que formaban una sola llama, me llevaron a misa y, muy peinado, tomé la comunión junto a mi amigo Ramiro. Fui a parar a un colegio laico pero Ramiro desembocó en un colegio de curas donde le llenaban la cabeza con unas ideas increíbles. Unas vacaciones en los ochenta, me dijo: La masturbación es incesto, es peor que tener sexo con tu hermana o con tu mamá, es sexo con vos mismo, si te masturbás y te morís sin haberte confesado, te vas al infierno. La amenaza dantesca igual no impidió que nos entregáramos a las llamas eternas varias veces por día, munidos de una Playboy donde brillaba desnuda una Yuyito González monumental. La Iglesia se empezaba a meter con nosotros, empezaba a erotizar todo, porque no hay religión más erótica que el catolicismo, una religión que en su negación pone demasiado acento en lo genital, empezando por la Inmaculada Concepción. Sin encontrar nada que me sirviera en esos domingos de misa, me fui alejando solo, y por suerte descubrí la literatura. Neruda, Camus, García Márquez, Cortázar y Borges vinieron a salvarme, sacándome de la juventud cristiana, del sermón sobre la virginidad, del folk remixado en la sacristía que convertía los versos de Bob Dylan “The answer my friend is blowin in the wind, the asnwer is blowin in the wind” en “Saber que vendrás, saber que estarás, trayendo a los hombres tu pan”. Afuera la respuesta estaba volando en el viento y la literatura era un lugar donde hacerse todas las preguntas, incluso las de mi agnosticismo.