Hay revistas literarias que duraron mucho y que marcaron a una o dos generaciones de escritores: Sur, en Argentina; Orígenes, dirigida por Lezama Lima, en Cuba. Hay otras que duraron menos pero cuya influencia es inversamente proporcional al breve tiempo de vida. Entre nosotros, sin duda Martín Fierro; Contorno; Literal. Este tipo de fenómeno (combustión rápida, intensidad máxima) se repite en todo el continente y así, casi al azar, se puede mencionar a Número en Uruguay; Ciclón, en Cuba; Panida en Colombia; o Claridad en Chile. Pero, como ninguna otra, ese lugar lo ocupa la revista Contemporáneos, que apareció en México entre 1928 y 1931. Rápidamente “Los Contemporáneos” pasó a ser el nombre de un grupo literario integrado por los mejores poetas mexicanos de esa generación: Salvador Novo, José Gorostiza, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia. Más allá de los evidentes puntos en común (estéticos, políticos, sexuales), y de que Gorostiza y Villaurrutia escribieron cada uno una obra maestra sobre el mismo tema (Muerte sin fin, el primero; Nostalgia de la muerte, el segundo) el grupo, como todo buen grupo, se definía ante todo por la negativa: compartían enemistades, rechazos y hostilidades, hasta llegar a conformar un “grupo sin grupo”, como lo llamó el propio Villaurrutia, o “un grupo de soledades”, como lo definió Jaime Torres Bodet.
Salvador Novo (1904-1974) es también un poeta extraordinario, sólo que su talento no se condensó, como en sus camaradas, en un texto único y genial, sino que se dispersó en una obra que incluye la crónica, el periodismo, la dramaturgia y, por supuesto, la poesía. Homosexual declarado, provocador en medio del culto revolucionario estatal a la figura del macho viril, extrañamente terminó convertido en una personalidad pública, dando consejos conservadores y moralistas en televisión, teñido y maquillado al extremo; mezcla de señora gorda preocupada por la educación de nuestros hijos con el dinosaurio Barney (alguna vez vi un video de esa última época, y aún así seguía siendo maravilloso). Lector de la generación española del 27, pero también de la poesía anglosajona de su época (todos Los Contemporáneos tienen un eco a Auden: la fe en la poesía en medio de la catástrofe), la poesía de Novo (en especial sus sonetos) es de un virtuosismo impactante. Y ese virtuosismo lo despliega tanto en poemas radicalmente ácidos y satíricos, como en otra veta amorosa, dramática y melancólica. Pero en ambos registros, siempre aparece la figura del poeta como alguien profundamente inadecuado, perplejo, irónico consigo mismo: “Si yo tuviera tiempo, escribiría/mis memorias en libros minuciosos;/retratos de políticos famosos, gente encumbrada y de valía.//¡Un Proust que vive en México! Y haría/por sus hojas pasar los deliciosos/y prohibidos idilios silenciosos/de un chofer, de un ladrón, un policía”.
Este soneto, donde aparece muy claramente su homosexualidad (amores con un chofer, un ladrón, un policía) fue escrito a mediados de los 50, diez años después de La estatua de sal, la autobiografía de Novo que, en una sabia decisión, Fondo de Cultura Económica acaba de distribuir en la Argentina. Es un libro inconcluso (Novo lo abandona en 1945, y hasta poco antes de su muerte sigue declarando en cartas y reportajes su intención de terminarlo) en el que relata, con una prosa que de tan perfecta encandila, su infancia y adolescencia, que para él es sobre todo su iniciación homosexual. Es decir: literaria. Novo, que terminó adoptando un perfil de dandy decadentista, en el fondo siempre fue un vanguardista: alguien que no diferencia entre vida y obra. En el prólogo a La estatua de sal, Carlos Monsiváis escribe una frase impecable: “Desde muy joven su prestigio y su desprestigio son intercambiables, y los mantiene al costo que sea”. Es cierto: el escritor vanguardista está más allá del prestigio, del desprestigio, y de otras minucias por el estilo.