Si el libro de Cristina Kirchner lo hubiera escrito una señora común, no estaría mal, pero nada justificaría leer sus 600 páginas. En cambio, Sinceramente es imprescindible por el hecho de que fue escrito por una mujer dos veces presidenta. Entonces, todo lo que allí se dice deja de ser intrascendente para volverse revelador.
Cristina tuvo la generosidad histórica de no esconder demasiado su forma de pensar. Lejos de aquellos políticos que cuando escriben intentan mostrarse distintos o mejores de lo que son, en este caso sus ghostwriters respetaron el espíritu de la autora.
Lo que queda es la revelación de que, en general, detrás de la investidura que otorga la Presidencia de una nación, habitan personas más o menos normales, más o menos talentosas, más o menos capacitadas, más o menos.
Y también revela cómo funciona la psicología de una persona que ocupó durante tanto tiempo ese cargo y cómo, en la cabeza de cada uno, todo puede hallar alguna justificación verosímil.
Autopreservación. Cristina evitó sucumbir en su libro a la tentación de la autocrítica, pero si cayó en el humano recurso de la negación como artilugio psicológico y político. Sus páginas son transparentes en ese sentido y muestran a una mujer que detecta en los demás lo que no es capaz de ver en ella.
Así comprueba con dolor cómo se instaló el odio en la sociedad, cómo se usa a los medios de comunicación para descalificar y para inculcar verdades que no lo son, y cómo Macri y su familia están cruzados por la corrupción.
Escribe: “El odio se construye para manipular, pero pivotea sobre sentimientos y resentimientos de sociedades cada vez más mediatizadas (…) Para ello se utilizan distintos sujetos y formatos, desde el ‘periodista’ que publica las mentiras bajo la forma de ‘noticia’, artículo o libro, hasta el del ignoto ‘escritor’”.
Usa la negación como defensa psicológica. No necesariamente miente, solo oculta una parte de la verdad.
Observa que ese aparato del odio se puso en marcha para destruirla. Y no se equivoca en que hay una parte de la sociedad, de los medios y de la política que le desean lo peor. Pero lo que no ve (o no puede ver) es que su descripción también le calza justo a su gobierno, que puso en marcha un enorme aparato de comunicación oficialista, pública y privada, con el que pretendió destruir a cualquiera que la criticara.
Agrega que Macri y sus votantes representan un sistema de creencias basadas en el odio hacia la base peronista que lidera. Ese rechazo también es cierto y se observa en muchos sectores. Es una grieta que viene de los años 50, incluye el rechazo mutuo de esa base peronista hacia sectores medios y altos y es una brecha que distintos gobiernos se encargan de amplificar por necesidades políticas o económicas. Fue otra de las especialidades de los Kirchner.
El libro está cruzado por esa estrategia de autopreservación psicológica que la vuelve aguda con todos, menos con ella. No necesariamente miente. Solo oculta, y se oculta, una parte de la verdad.
Analiza el fenómeno del macrismo como producto de un sistema de creencias basado en el misticismo y en la ausencia de pensamientos científicos. Lamentando que “siempre habrá hombres y mujeres dispuestos a creer las cosas más irracionales”. Todos los relatos políticos tienen una cuota mágica sustentada en la necesidad de creer en un futuro mejor, pero es el peronismo el que más se identifica con ese sentimiento, con sus relatos épicos, su marcha triunfal y el culto a los padres fundadores y a sus mártires. De allí, por ejemplo, la cantidad de lugares que llevan el apellido Kirchner y los monumentos construidos para homenajearlo.
Por el contrario, una de las características del macrismo es su insensibilidad sobre lo mítico, su carencia de relatos épicos, próceres, líderes por los que alguien alguna vez quisiera dar su vida.
El otro punto en el que ataca a Macri es en el de la corrupción, la de él, su familia y funcionarios. En este caso, más que un olvido inconsciente, parece una estrategia más o menos obvia por intentar igualar culpas.
Evita sucumbir a la tentación de la autocrítica y, por supuesto, le dedica páginas a PERFIL
Medios y hegemonía. Como durante su mandato, Cristina sigue obsesionada con los medios de comunicación. Explica que son ellos los verdaderos jueces de la Argentina y que el Poder Judicial solo se dedica a validar “a través de una sentencia” lo que los medios dicen. Su desconfianza de los jueces también es acertada: ella es la prueba de cómo se los condicionó durante una década y cómo se dejan condicionar por el clima social de cada época.
Su obsesión por los medios la lleva a sobrevolar una cuestión de fondo: cómo se instala el sistema de creencias en una sociedad.
Se pregunta cómo hay personas que actúan en contra de sus propios intereses, “repitiendo como un mantra” que antes pagaban poco de servicios públicos. “Reflexionando, llego a la conclusión de que la narrativa que construyen los medios se apoya en prejuicios que existen tanto en la clase media como en la clase alta”.
El concepto de la instalación del “sentido común” en la opinión pública era un clásico de los debates de los años 60 y 70 y el autor de referencia es Gramsci. También durante el kirchnerismo se volvió sobre el tema, cuando desde el Ejecutivo se construyó un emporio mediático con el fin de competir con los medios tradicionales para instalar un relato propio, llegando a crear la célebre Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional.
Gramsci era un marxista crítico que pensaba que el poder de la “clase dominante” reside en la hegemonía cultural que ejerce sobre el resto, a través del sistema educativo, instituciones religiosas y medios de comunicación. El éxito de esa hegemonía se confirmaría en que los demás viven ese sometimiento como un hecho natural.
Sin embargo, Cristina no cita nunca a Gramsci. Menciona a un escritor más popular, Aldous Huxley, y su libro Un mundo feliz: “Una dictadura perfecta (…) sería esencialmente un sistema de esclavitud en el que los esclavos amarían su servidumbre”.
Esta es otra curiosidad de Cristina: jamás se considera a sí misma como parte de aquella “clase dominante”, pese a pertenecer al estrato social más adinerado y, en especial, por haber controlado durante doce años el gobierno, fuerzas armadas, policía, servicios de Inteligencia y fisco. Además del Poder Legislativo, el Judicial y un holding mediático estatal y paraestatal.
Como en el resto del libro, ve en los otros lo que no puede percibir en ella.
Soledad. Por lo demás, se muestra como una esposa atenta a su bienestar y al de su familia, una mujer que en medio de la crisis 2001 planeó un viaje turístico a Italia durante tres semanas, que su marido logró frenar: “¿Vos en qué país vivís?”. Ella lo convenció de que al menos se fueran a Nueva York unos días. Allí estaban cuando Néstor debió regresar de urgencia por la crisis, pero le sugirió que ella siguiera de vacaciones. “Por supuesto le hice caso y nos quedamos hasta los primeros días de agosto”.
También habla de su soledad, de lo que extraña a Néstor y de que “ahora no tengo nadie con quién hablar”. Ese “nadie” recuerda a cuando empezaron a ir a la cárcel sus ex funcionarios y ella confesó: “No pongo las manos en el fuego por nadie”.
Como no podía ser de otra forma, le dedica varias páginas a PERFIL, a la revista Noticias y a Jorge Fontevecchia, a quienes reconoce que “son peores que Magnetto”. Son los únicos dos dueños de medios que menciona.
En fin, Sinceramente deja al descubierto que ser presidente de un país es una excepcionalidad, pero que las personas que ocupan ese cargo probablemente no lo sean tanto.