Hace poco estuve en Buenos Aires y aproveché para ver dos películas: Bastardos sin gloria de Quentin Tarantino y El secreto de sus ojos de Juan José Campanella. En la de Tarantino se ve a Hitler, Goering y el resto de los jerarcas nazis disfrutar como chicos con un film ficticio llamado El orgullo de una nación. Es una especie de contrapartida de Sargento York (1941), una película de Howard Hawks con Gary Cooper, refinado ejemplo de propaganda belicista. Pero Bastardos sin gloria se apoya menos en su argumento delirante que en una cuestión tan real como una roca: la imposibilidad de falsificar el habla en otro idioma. La escena central de la película muestra a las SS más temibles que nunca porque uno de sus miembros es capaz de detectar –como el profesor Higgins de Bernard Shaw– el lugar de nacimiento de cada alemán y ante un espía británico que se hace pasar por oficial nazi, reconoce inmediatamente algo raro. La escena tiene luego una variante cómica cuando otros tres infiltrados intentan hacerse pasar por cineastas italianos. Aunque el film tiene su dosis de acción y de suspenso, no le propone al espectador que ocupe el lugar de los jefes nazis o, para tomar un ejemplo más amable, el del duro general americano que llora desconsoladamente frente a Bambi en una película de Spielberg llamada 1941. De hecho, Bastardos sin gloria termina quemando El orgullo de una nación y con ella a sus espectadores. Sin embargo, la dificultad de hablar en otro idioma sin que se note permanece inalterable.
En 1941 el cine ya era casi todo lo que llegaría a ser (y si se reemplaza 1941 por 1961, se puede prescindir del “casi”). Desde entonces pasaron más años de los que necesitó el cine para convertirse en un arte nuevo y una industria poderosa. El cine estaba maduro hace setenta años y desde entonces no ha hecho mucho más que envejecer. A cambio, el paso del tiempo convirtió ese cine de la era clásica en una excelente ruina, en un inagotable motivo de estudio, de interés y de inspiración. Y es lógico, porque la acelerada constitución de un arte universal, popular y sofisticado resulta uno de los logros más asombrosos de la humanidad. Tarantino, un conocedor inigualable de su historia, lo saquea, lo cita y lo utiliza como material de sus películas pero intenta superarlo sin nostalgia. En particular, su mirada tiene una relación con lo real mucho más cercana a la vertiente documental del cine moderno. No ensaya una parodia del clasicismo para un público avisado –como hacen los posmodernos– pero tampoco intenta imitarlo como los neoclásicos, quienes creen que el gran cine de Hollywood, con su mimesis, su sentimentalismo, sus técnicas narrativas, sus dilemas morales y su star system es un mundo perfecto e inmutable que sólo necesita una adaptación a los temas y las tecnologías actuales.
Campanella es un neoclásico, alguien que cree en esa permanencia. El público lo aplaude y la crítica reconoce como nunca en El secreto de sus ojos su destreza profesional, su capacidad para hacer lucir a los actores, su eficacia para resolver con elegancia y vigor ciertas escenas. Pero la película es también una nueva apelación al costumbrismo, a la identificación con emociones preestablecidas, a las convenciones ideológicas a cuyo servicio se pone en funcionamiento la vieja maquinaria. Pero cuando un personaje nacido en Chivilcoy que trabaja como obrero de la construcción en el Gran Buenos Aires habla con un acento inconfundiblemente español, esa falta de rigor no sólo pone de manifiesto la tiranía de las coproducciones sino la falsedad esencial de un método basado en la simulación de lo verdadero y no en su búsqueda. Mientras el cine nacional de Campanella nos arrincona en una idea, nos obliga a ser rehenes de la pantalla y a reaccionar como está previsto, la imaginación cosmopolita de Tarantino nos libera al impedirnos pretender que el tiempo se detuvo hace setenta años.