Cuando todo esto haya terminado, entre otros estragos a reparar estará el de la lengua. La lengua de este tiempo, hecha de una sintaxis burocrática, médica, legal y estatal, que se impuso sobre cualquier otro tipo de discurso y de acciones (teniendo en cuenta que el discurso es ya una praxis). Es la lengua aséptica del disciplinamiento y el control social, antes que el habla de la solidaridad, el cuidado mutuo y la vida en común. En este ya largo año hemos asistido en tiempo real a una batalla en la lengua, en la que el habla ganadora borra las huellas de la existencia de la propia batalla y se presenta como habla naturalizada, como doxa, para decirlo en términos de Barthes. “Libertad” pudo haber quedada asociada a protegernos, a preservarnos, a pensar en el bien de uno y de los otros, a la vida: la única forma de ser libre es estar vivo. A la inversa, de esa batalla, “libertad” quedó vinculada –en lo que se va convirtiendo cada vez más en la ideología dominante– con la satisfacción inmediata de la pulsión del individualismo consumista, la fragmentación social, la ideología de las clases medias y altas que se imaginan “pueblo” y la guerra civil solapada. Es hora de entender que eso que habitualmente se nombra como “neoliberalismo” -término insuficiente, pero que utilizo ahora para no demorarme- no es (solo) un fenómeno de tipo económico: es una forma específica de estar en el mundo. La derrota del carácter emancipatorio e instituyente de “libertad” es un derrotero que puede datarse desde hace varias décadas, pero que durante la pandemia adquirió un tono dramático.
Como suele suceder en tantos otros temas, los sectores que se autoperciben como “progresistas” han sido el complemento sincrónico de lo neoliberal. Lo que caracteriza al discurso estatal de los gobiernos que se imaginan como combativos con lo neoliberal, es la total falta de imaginación política, el posibilismo anodino como horizonte final de su ética, y la propagación de una lengua sin atributos. Estos serán los años en que el estado pretendió afirmarse en términos higiénicos como “protocolo”, “distanciamiento social”, “contacto estrecho”, “escalada de la producción”, o directamente en siglas como ASPO (aislamiento social preventivo y obligatorio) o DISPO (distanciamiento social preventivo y obligatorio). La de los gobiernos autopercibidos como progresistas es la lengua de la castración de lo instituyente, del habla plebeya; es el habla de la racionalidad instrumental, de la moderación que no modera y de la sensatez que no es sensata. Saldremos de la pandemia con una lengua muerta o, mejor dicho, mortuoria. Porque si la muerte, la opresión, la aniquilación de cualquier deseo de cambio, la alienación ofrecida como libertad es el secreto público de la lengua neoliberal; la lengua burocrática, plana y vacía del supuesto progresismo no está a la altura de ofrecer resistencia alguna en el combate.
Las cosas podrían haber sido de otro modo. Pero no lo fueron. El trabajo crítico no solo consiste en comprender por qué no lo fueron sino, antes, en saber de qué otro modo podrían haber sido. El triunfo de lo neoliberal reside en suprimir incluso la posibilidad de imaginar las cosas de otro modo. Quizás sea necesario, para la filosofía, ya no llamar a transformar el mundo, sino pensar en volver a comprenderlo.