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La literatura por otros medios

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Hoy mismo, probablemente mientras usted lee esto, yo habré vuelto a trabajar de librero. Usted no tiene por qué saberlo, pero fui librero durante veinte años. Y en realidad debo reconocer que sigo siendo librero aun cuando ya no trabaje de librero. Así como la guerra es la política por otros medios, la crítica es para mí el oficio de librero por otros medios. En última instancia siempre se trata de vender algo, es decir, de convencer a alguien de que lo correcto es lo que uno considera correcto. Trabajando de librero y de crítico encuentro que el mecanismo basal siempre es el mismo: conectar cosas que a primera vista parecen inconciliables. Con el fin de conseguir cierta amplitud en la mentalidad del cliente. El oficio de librero dejó de atraerme cuando dejé de encontrar gente en la que me interesara, aunque más no fuera levemente, lograr esa amplitud. El día que deje de interesarme ampliar la mentalidad de la gente por vía escrita dejaré de escribir columnas y críticas. Y probablemente me dedique solamente a escribir ficción, que indica el máximo de ignorancia del otro.

No es cierto que los libreros desaparecieron, más bien es cierto que están mejor disimulados entre la enorme masa de asalariados que lo único que pretenden es despachar los libros que les piden. Lo cual no tiene nada de malo. De hecho soy de aquellos que cuando voy a una librería lo único que quiero es que me den lo que pido. No me interesan las sugerencias. Por el contrario, hay gente a la que le gusta hacer preguntas. Yo odio las preguntas. Por eso nunca hubiera podido ser policía.

Mientras usted lea esto voy a estar trabajando otra vez de librero. Sólo por hoy, pero nunca se sabe. Un amigo, librero, decidió abrir su librería un domingo, cosa que habitualmente no hace, y me pidió que fuera a ayudarlo. Ser librero sigue siendo el arte de decodificar jeroglíficos. Nadie, absolutamente nadie, pide un libro por su autor verdadero, por su título correcto, por la editorial debida o el tema aproximado. Pensé que el cliente actual de una librería sería más certero, menos desorientado. Pero llegué a la conclusión de que a la gente le gusta el ejercicio de la incertidumbre. Que uno va a una librería para poner de manifiesto sus dudas y su ignorancia. Que todo aquello que en la vida diaria puede considerarse un defecto, dentro del antro de la librería se considera una virtud. El librero escucha, sus neuronas comienzan a hacer sinapsis y con un poco de suerte (nada se consigue sin un poco de suerte; lo dijo Napoleón Bonaparte) tal vez entienda lo que esa persona está buscando. Es un ejercicio cansador, pero cuando hace quince años que dejó de hacerse puede volver a ser divertido.

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Mientras lea esto voy a estar detrás de un mostrador oyendo esos pedidos, escuchando argumentos mal asignados a títulos errados de autores de apellidos mal pronunciados, de nacionalidades intercambiadas y con vidas llenas de anécdotas mal atribuidas. Fulcaner será Faulkner, En el nombre de la rosa será El nombre de la rosa, La rayuela será Rayuela. Cortázar será un autor peruano y Vargas Llosa un novelista argentino. Y Premio Nobel. Mi paciencia está intacta. En realidad, nunca dejé de ser librero.