Hace catorce años publiqué La mafia rusa, un divertimento narrativo anclado en ciertas observaciones de la realidad alemana, profundamente infiltrada ya entonces por la oligarquía rusa.
Con los años, descubrí que esa mancha de aceite se extendía ya por toda Europa y había llegado hasta Barcelona y más allá (cierta teoría conspirativa aseguraba que la Declaración de la Independencia de Cataluña en 2017 fue el producto de una alianza entre la burguesía nacionalista catalana y la oligarquía rusa, que pretendía de ese modo garantizarse un puerto en el Mediterráneo). No quedaba casa ni casino en el Ampurdán que no tuviera un dueño eslavo.
La mañana del 24 de febrero la zarpa moscovita rasgó toda prudencia y se abalanzó sobre Ucrania (¿se acuerdan del Mago Ucraniano de Olmedo?) desencadenando un conflicto bélico de resultado incierto.
Pareciera que la Rusia actual no ha perdido su apetito expansionista, pero eso sí, sin comunismo, con lo cual es como una recuperación del zarismo (claro que más violento y más berreta) por parte de una oligarquía corrupta asociada con un líder autoritario, belicista y (convengamos) un tanto ridículo en sus obsesiones machirulas.
Treinta años le demandó a la patria de Lenin recuperarse de su decadencia militar mientras, en el mismo lapso de tiempo, las democracias occidentales se volvían más timoratas y decadentes.
Lejos quedaron los años en que Alexandre Kojève (que era ruso y marxista, pero trabajó desde París para construir la Europa contemporánea; o que era francés, pero trabajó como espía de la Unión Soviética) imaginó la sutura de dos mundos que hasta entonces eran irreconciliables.
Parece, sin embargo, que la herida no cicatrizó y la carne siguió pudriéndose. Hoy supura, y la soldadesca camina no hacia Moscú para liberarla de la tiranía, sino hacia el Oeste, sobre la ruta contaminada de Chernobyl. Ojalá no se les ocurra seguir hasta Praga.