Todo acto humano implica un acontecimiento político porque sobre las relaciones humanas siempre se proyecta, de una forma u otra, la sombra de la coerción. Según Beverly Smith, el verdadero arte es inherentemente político porque toda manifestación estética encierra un mensaje dirigido a la sociedad en su conjunto que se convierte en crítica o denuncia cuando la discriminación o la censura (es decir, el exceso en el uso del poder coercitivo) amenazan su existencia.
La actividad artística siempre ha poseído la capacidad de sintetizar al mundo que lo rodea mediante la simbolización. En el caso del arte rupestre, el hombre primitivo le atribuyó a estas imágenes la capacidad de consumar mágicamente sus deseos. Los jefes tribales intentaban, a través de estos símbolos, asegurar la caza que les permitiría subsistir.
Las imágenes creadas por los hombres, de allí en más y hasta nuestros días, parecieran estar investidas de poderes sobrenaturales, mágicos y/o animistas, dignas de ser veneradas.
Satisfechas las necesidades básicas de la población por el asentamiento de las civilizaciones gracias a la agricultura, otras fueron las metas de esta actividad artística para cada momento y lugar de la humanidad.
El arte egipcio pretendía, mediante un complejo sistema gráfico, asegurar la existencia de una vida después de la muerte.
Los griegos buscaron reproducir la naturaleza con precisión y armonía buscando la proporción ideal entre los elementos que la componen. A esta proporción ideal la llamaron áurea. A la forma de trabajar bajo estas proporciones, los griegos la llamaban tekné, palabra de la que deriva “arte”, que implicaba a su vez virtud y técnica.
Los romanos, herederos de la tradición helénica, la aplicaron no sólo para representar los detalles de la vida diaria, también pretendieron eternizar los grandes acontecimientos de su historia imperial, especialmente aquellos que incluían “la virtud” de morir por la patria proclamada por poetas como Horacio.
Durante el medioevo, una teocracia gobernó Europa y el rey sólo era rey por voluntad divina, de allí la estrecha relación entre arte religioso y poder terrenal.
Sólo después de la Revolución Francesa cada Estado hizo una construcción histórica para elevar a sus líderes civiles al bronce, al mármol o a los grandes lienzos que sustentan las diferentes identidades nacionales (como lo hicieron entre nosotros Blanes y Subercaseaux).
La imagen otorga al mensaje un valor profundamente movilizador, tanto o más que las palabras o la música. Los grandes pintores del clasicismo europeo pretendieron otorgarles aires mitológicos a los monarcas que contrataron sus servicios. Rubens, Van Eyck y Velázquez por un lado popularizaron la imagen de los reyes y además los elevaron al plano de personajes míticos a los ojos de sus contemporáneos.
Parte del éxito de la penetración entre las masas del nazismo, del fascismo y del comunismo se debió al manejo que los líderes de los movimientos hicieron de la imagen. Hasta principios del siglo XX, no se había realizado una difusión tan masiva de mensajes simbólicos con finalidades políticas. La svástica, la hoz, el martillo y el gorro frigio se convirtieron en símbolos que trascendieron su tiempo.
Algunas veces, el mensaje que se pretende transmitir es directo, como en el caso de los cuadros de David y Gros para exaltar las glorías napoleónicas. Otra veces, el mensaje fue más metafórico, como en Los Horacios, del mismo David, o La Balsa de la Medusa. En este cuadro, Géricault traza un paralelo entre el hundimiento de esta nave y la decadencia borbónica.
Hay pinturas de franca denuncia social, como es el caso de Courbet y su Taller del pintor o El cuarto Estado de Giuseppe Pellizza da Volpedo, obras que encuentran ecos entre nuestros primeros artistas como Ernesto de la Cárcova y su célebre Sin pan y sin trabajo.
Por otro lado, una obra de aparente inocencia adquiere un significado profundo según el contexto que lo rodea y, de forma impensada, puede convertirse en un canto a la libertad, en un himno contra la opresión o en el símbolo de una época.
Durante el fascismo no hubo una persecución contra pintores ajenos a los ideales del régimen, y el fascismo tuvo sus intérpretes destacados, como Mario Sironi. El stalinismo, en cambio, impuso una rígida línea estética realista para trasmitir mensajes claros al proletariado: el arte debía estimular la producción y promover la defensa de la patria.
El nazismo, por su lado, quemó varias miles de obras de 1.400 pintores a los que prohibió trabajar en Alemania. Grosz, Dix, Nolte y Kirchner, entre muchos más, debieron buscar otros horizontes víctimas del Entartete Kunst (arte degenerado). Desde esta perspectiva, podemos afirmar que el fascismo fue una farsa, el stalinismo un drama y el nazismo una tragedia de los dioses.
En medio de estas crisis, obras que no tenían otro sentido más que una renovación estética, como ser las obras de Paul Klee, adquieren un significado trascendente: la intromisión del Estado en la libertad de expresión es la carga más pesada de la política.
Theresa Bayer sostiene que “los artistas son como los canarios de las minas, cuando dejan de cantar seguramente habrá represión en el futuro inmediato”. La autocensura sigue siendo la más dura de las censuras.
Me he limitado a esta relación entre la política y el campo de la pintura porque la escultura, dada su alto costo intrínseco, está sujeta a los objetivos de los poderosos que permiten su ejecución, y son sometidas a censura previa, perdiendo en parte la espontaneidad e intimidad propia de la pintura.
Las sociedades se reinventan y en el proceso buscan la mejor forma de expresar sus cambios, sea en el momento o buscando expresiones estéticas del pasado que pueden permanecer ocultas, sublimadas, manifiestas o distorsionadas antes del aflorar como una expresión política por las pasiones que marcan las mareas de los tiempos.
*Médico e historiador.