Hacia finales del siglo XVII, los conventos eran una presencia esencial no solo dentro de la sociedad europea sino también en las colonias españolas del Nuevo Mundo, donde los conventos también reflejaban las diferencias sociales de la sociedad en general.
Las monjas de clase alta y de origen español eran enviadas a claustros con dotes, sirvientes e, incluso, esclavos. Aunque los conventos proveían al menos una educación básica para las novicias de las familias pudientes, ese beneficio no alcanzaba a las monjas sirvientes y menos aún a las esclavas. Más todavía, los conventos tendían a ser divididos según la etnia y el origen social: había conventos para españolas de sangre noble nacidas en España; para criollas de sangre española y clase alta nacidas en las colonias; para mestizas de españoles e indígenas, y para las de origen indígena o raza negra.
Una mujer mexicana que corporizó las contradicciones de clase en el Nuevo Mundo, a la vez que sus posibilidades y oportunidades, fue sor Juana Inés de la Cruz (1648/1651-1695). Juana comenzó su inusual trayectoria como hija ilegítima de una madre criolla y de un padre ausente, presuntamente vasco. Criada en una granja en las afueras de la ciudad de México, la muchacha aprendió a leer en el marco del sistema, acertadamente llamado “amiga”, que estimulaba a las jóvenes a enseñar los rudimentos de la escritura a chicos del campo.
Juana probó ser una ávida lectora y, cuando se la mandó a vivir con sus parientes a la ciudad de México, se reveló como un prodigio. A través de las conexiones de su tía materna, pudo formar parte de la corte del virrey como dama asistente de la virreina, Leonor Carreto. Allí experimentó la primera de sus dos grandes amistades con mujeres de rango superior al suyo, quienes fueron sensibles a sus dotes intelectuales, su talento como escritora, su agudeza y, algo no menor, su excepcional belleza.
Respecto de su amistad con la virreina, el poeta mexicano Octavio Paz ha escrito: “Fue una relación de superior a inferior, de protectora a protegida, pero en la cual hubo también un reconocimiento del mérito de una joven excepcional”. Su “amistad entre almas” y el compartido amor por las artes le recuerdan a Paz otras amistades, más celebradas, entre hombres.
Tras cuatro años en compañía del virrey y la virreina, Juana eligió ser monja. Aún no queda claro por qué tomó esa decisión a la edad de 19 años, pues no había dado muestras de tener una vocación religiosa profunda. Pero, dado que anhelaba tener libertad para estudiar y escribir, un convento era su mejor opción. Lo que sí sabemos es que primero tomó los votos en un estricto convento de carmelitas, pero luego entró al más abierto Convento de San Jerónimo, una prestigiosa institución exclusiva para criollas. Allí escribió las obras literarias que la llevaron a la fama, sobre todo el drama religioso El divino Narciso.
Incluso después de tomar los votos, sor Juana mantenía un estrecho contacto con una mujer de la que se había hecho amiga en la corte, María Luisa de la Laguna, condesa de Paredes. Como nueva virreina, María Luisa se convirtió en la amiga y mecenas más querida de Juana, y en objeto de numerosos poemas ingeniosos y apasionados.
Dada la creciente importancia de Juana como escritora y las permisivas reglas de su claustro, recibía a muchos visitantes prestigiosos, incluidas María Luisa y las damas de su corte. Las reuniones con gente de afuera debían tener lugar a través de las rejas de madera que separaban a las habitantes del convento del resto del mundo, pero al parecer se hacían excepciones para los visitantes augustos, que podían ser recibidos en los locutorios. Más aún, es sabido que el virrey y la virreina visitaban la capilla del convento y pasaban mucho tiempo conversando con su protegida.
Tras ocho años en México, María Luisa regresó a la madre patria y se ocupó de que El divino Narciso fuera presentado en la corte real española. También supervisó la publicación de las primeras obras completas de sor Juana, Inundación castálida (1690). Esa difusión en España de los escritos de una monja de clausura hundida en los recovecos de una colonia revoltosa a un mundo de distancia parecería hoy casi milagrosa.
María Luisa probó ser una amiga excepcionalmente leal de la notable mujer que había dejado del otro lado del Atlántico. De los doscientos dieciséis poemas de sor Juana reunidos en sus Obras completas, cincuenta y dos, casi una cuarta parte, están dedicados a los marqueses De la Laguna, es decir, a María Luisa y su esposo. Esos poemas incluyen sorprendentes expresiones de los sentimientos de Juana por su aristocrática amiga. Sí, puede argumentarse que siguen las convenciones de los primeros poetas para alabar a sus amantes o mecenas: sor Juana no vacila en llamar Filis a la condesa, un nombre para los amantes común entre los poetas españoles y franceses del siglo XVII. Pero en las siguientes líneas del poema, que describe lo particular de las circunstancias en que se hallan Juana y María Luisa, la poeta considera el género que comparten como tan poco importante para su duradero amor como la distancia que las separa: “Ser mujer, ni estar ausente / no es de amarte impedimento; / pues sabes tú que las almas / distancia ignoran y sexo”. Es probable que este sea uno de los primeros poemas en el cual la palabra sexo es usada como una marca de género en referencia a dos mujeres. La desafiante palabra sexo asusta, especialmente al estar justo debajo de la etérea almas. Aquí y en todas partes, el amor que Juana le profesaba a María Luisa resalta en la página con indudable sinceridad.
*Autoras de Entre mujeres. Una historia de la amistad femenina (Paidós).