Las novelas de Borges eran hasta aquí como las obras de Sócrates, libros inexistentes que hacen pisar el palito a los distraídos culturales. Pero como si se hubieran encontrado los restos fósiles de un unicornio, se acaba de publicar una novela de Borges. En realidad es una reedición, ya que el original apareció en Palma de Mallorca en 1921 y su flamante pasaje al estado de dominio público le permitió a la editorial eludir el implacable control de María Kodama. Para disipar los malentendidos, digamos que no estamos hablando de una novela de Jorge Luis Borges sino de su padre, Jorge Guillermo Borges (1874-1938), también lector, también escritor, también ciego. La gran pregunta frente a esta rareza es si se trata de un buen libro o de una mera curiosidad, y la pequeña respuesta es que no es lo primero ni lo segundo.
Bajo la apariencia de un folletín decimonónico, El caudillo es una alegoría que transcurre en el campo entrerriano, alrededor de 1880, donde miden fuerzas la civilización y la barbarie disfrazadas respectivamente de Carlos Dubois –un porteño sensible y viajado que lee a Montaigne, a Nietzsche y a Voltaire– y de Andrés Tavares –el taimado y cruel déspota del lugar– con un resultado parecido al de El matadero de Echeverría o al de El sur de Borges Jr. “Por aquel entonces enriquecía el vocabulario criollo un montón de palabras raras venidas de muy lejos, preñadas de voluntad y aliento: Educación, Progreso, Cultura. Eran cosa así como nuevos santos que disputaban su prestigio a los antiguos (...) La lucha no ha terminado todavía. Quizás no termine nunca. En más de un estadista que habla francés y cita en sus discursos parlamentarios obras que no ha leído, el viejo gaucho vive.” Un siglo más tarde, el párrafo no resulta lo suficientemente profético ya que los parlamentarios ni siquiera hablan idiomas extranjeros.
Tampoco es de lo más moderno el estilo: “El corazón de la noche fatigosamente oprimido por la calor se hinchaba de ominosos presagios de tormenta pero ella estaba tranquila, olvidadiza de sí misma, de las ansias e inquietudes que horas antes la movieran”. Pero J.G. Borges resulta más atento a lo sensorial y menos pacato en lo sexual que su hijo y, por otra parte, la encrucijada histórica que retrata es más interesante, más compleja que las atemporales circunstancias con las que trafica la prosa de Jorge Luis. Tavares es un personaje complejo: viejo seguidor de López Jordán, su cultura política es el federalismo irredento del asesino de Urquiza. Sin embargo, su conservadurismo lo inclina con el tiempo hacia el poder central y hacia una economía menos feudal y más capitalista. Por eso el personaje clave del libro resulta El Gringo –un judío italiano, versión más noble del boticario Homais de Flaubert, falso heraldo del progreso–, quien convence a Tavares de construir un puente que permitirá acelerar el viaje hacia la capital, un puente que representa la unión del pasado y el presente, de los dos mundos en conflicto. Sin embargo, Borges es fatalista como su hijo: una maldición indígena pesa sobre ese mundo y, al final, la destrucción del puente traerá la desgracia para todos.
Los Borges, oscuramente atraídos por la oscuridad que despreciaban, tampoco creían en el país de los abogados que “protege los intereses mezquinos de la sociedad, su afán de lucro y las pequeñas preocupaciones de familia, nacionalidad, Estado...”. Y ése, como lo muestra el notable postfacio de Silvio Mattoni, es el irrepetible mérito del libro: probar cuán cerca estuvo Borges de su padre, cuánta libertad había en la idea que compartían sobre el mundo y qué poco importante, en definitiva, es saber quién escribe qué y cuánto vale. El caudillo permite sospechar que la grandeza de Borges, asentada en esa visionaria atmósfera familiar, excede por lejos lo que convencionalmente entendemos por literatura.