El presidente Obama, en el transcurso de la campaña electoral, definió algunas prioridades diplomáticas y anunció un nuevo estilo. La prioridades se concentraron en la lucha contra Al Qaeda en Afganistán y en el retiro de las tropas estacionadas en Irak. En cuanto al método, contrastando con su antecesor, revalorizó el diálogo para tratar temas sensibles como Irán, Corea del Norte y Cuba.
Sin embargo, los fantasmas que preocupan hoy a la Casa Blanca provienen de otra geografía, concretamente Pakistán. Fueron los expertos del Pentágono quienes impusieron sus criterios, convenciendo al presidente acerca de los peligros que implica un país dotado de más de una centena de armas nucleares, habitado por 170 millones de musulmanes y gobernado por un presidente –A. Zardari– cuyo capital político está asociado a la herencia de su asesinada esposa, B. Bhutto.
En las últimas semanas, el avance de los talibanes en Pakistán los llevó a las puertas de la capital, Islamabad. Para los EE.UU. y para vecinos como la India, las inquietudes giran en torno a cómo reaccionarán los militares paquistaníes, el núcleo histórico del poder y protectores de las armas nucleares.
Las presiones americanas explican la reciente ofensiva militar contra los talibanes y Al Qaeda. Algunos observadores especularon con la hipótesis de que las fuerzas armadas dejaron hacer para debilitar y eventualmente desplazar al poder civil. Sin embargo, los asesores cercanos a Obama están pensando en otros términos.
David Kilkullen, australiano experto en lucha antiterrorista y asesor del general D. Petraeus, comandante del presidente Bush y actual responsable de las guerras en Irak y Afganistán, hace pocos días afirmó que en menos de seis meses el Estado paquistaní podría desplomarse y recomendó un cambio urgente en la estrategia americana, basado en las “actividades no combatientes”, buscando captar a la clase media paquistaní en la lucha contra los fundamentalistas. Bruce Riedel, consejero de Obama para los temas de Asia del Sur, en su libro La búsqueda de Al Qaeda, definió la paradoja de Pakistán: es la base logística de los americanos y de los talibanes. Ahora, sostiene, los militares paquistaníes deberán optar.
La contraofensiva de las fuerzas armadas dista mucho de ser exitosa y día a día más civiles huyen de las zonas fronterizas y tribales, donde el fundamentalismo ya impuso la Ley Coránica en virtud de negociaciones con el poder político. La lucha contra estos verdaderos santuarios islámicos es compleja. En primer lugar, los militares temen los “daños colaterales” que los hace impopulares en la población; en segundo lugar, se trata de una estructura no adiestrada para luchar contra el terrorismo y concebida para la guerra contra el enemigo histórico, la India. Por último, subsisten dudas acerca de cuánta infiltración islámica existe en el cuerpo de oficiales y en una tropa que recela de sus jefes que no quieren aparecer cumpliendo órdenes de un poder deslegitimado apoyado por Washington.
Esta semana, Obama convocó a la Casa Blanca a los presidentes de Afganistán –A. Karzai– y Pakistán. Previamente, un gabinete de crisis reunió en Washington al secretario de Defensa –R. Gates– , al jefe de Estado Mayor –almirante M. Mullen– y al representante presidencial –R. Holbrooke–. Seguramente, uno de los temas centrales es la ambigüedad de estos jefes de Estado, las sospechas acerca de cómo y con quiénes negocian y, en el caso paquistaní, seguramente Obama trasladó su preocupación acerca de cuán protegido está el arsenal nuclear.
En Washington, ciertos expertos plantean un escenario donde tropas americanas deberán actuar para evitar que esas armas caigan en poder de los talibanes. Muchos recuerdan cómo afectó al presidente Carter la caída del sha. La islamización de Pakistán sería una derrota mayor por tratarse de un país nuclear, próximo a Al Qaeda y con una historia de guerras contra la India, el aliado confiable de los EE.UU. en la región.
*Profesor de las Universidades Siglo 21 y Di Tella.