Que lo obsceno dirige el sentido de la mirada no es ninguna novedad. El ojo busca acariciar toda superficie que le sea vedada. La obscenidad, lo fuera de escena, es causa de tropismo de conos y bastoncitos.
Por deformación profesional, veo obscenidad donde otros simplemente ven un límite. Una de mis obscenidades preferidas es la de las fútiles cortinitas que dividen las cabinas del avión. Solemos verlas flamear desde la clase turista, cuando imaginamos que se cierran en el momento justo en que azafatas más jovencitas y más amables que las nuestras adobarán con manjares e hidromieles a los de la remota clase ejecutiva, a un metro y medio de distancia. Tenemos la cortina de frente trece horas y media y la imaginación puede lo que no el ojo.
Pero esta vez me toca viajar en Business y la cortina en cuestión separa ahora mi clase privilegiada de la cabina de pilotos. No hay allá manjares que imaginar. Pero es el Business de Aerolíneas Argentinas, así que la obscenidad es aún más sabrosa. Creo entender que dando vuelta el pasillo hay un cuartucho en el que dormitarán azafatos y azafatas solterísimos en alegre montón. Las intermitencias del telón me permiten entrever una escena asombrosa. Parece que toda una familia viaja en ese espacio indefinido entre la primera fila, las cafeteras y la nada. Un adolescente desabrido lleva pebetes de lomito a la cabina de pilotos. Una señora que presumo su mamá viaja de espaldas en las butacas de la tripulación, que miran para el lado opuesto del destino. Imagino un sórdido y sencillo arreglo criollo: “Che, vos que trabajás en una aerolínea, ¿no me conseguís un par de sitios para que la familia conozca Europa?” Entro a pedir agua, a calentar la mamadera de mi bebé, a investigar el orden de ese espacio ensoñado. Pero cada vez que estoy del otro lado, “en” la escena, la familia desaparece. O se mueve a una velocidad que el ojo no captura. Cierro los ojos. En Business se duerme tan mal como en turista. Pero se imagina mejor.