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La organización vence al tiempo

En los setenta, los militantes montoneros solían referirse a su grupo como “la Orga”, diminutivo de organización. El uso de la palabra era interno y cariñoso: denotaba autoridad, obediencia, solidaridad. En los ochenta, los militantes de la Coordinadora radical heredaron el término que, despojado de sus connotaciones violentas, adquirió un cierto dejo irónico.

Quintin150
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En los setenta, los militantes montoneros solían referirse a su grupo como “la Orga”, diminutivo de organización. El uso de la palabra era interno y cariñoso: denotaba autoridad, obediencia, solidaridad. En los ochenta, los militantes de la Coordinadora radical heredaron el término que, despojado de sus connotaciones violentas, adquirió un cierto dejo irónico. Pero Orga fue también el aparato de Enrique Nosiglia. En los noventa no habría orgas formales aunque los viejos lazos nunca desaparecieron. En cambio, había operadores, personas que armaban y desarmaban negocios y alianzas políticas por cuenta de terceros. Si los ideales se perdieron o se desgastaron, las prácticas del secreto, la lealtad y la conspiración perduraron y se convirtieron en una parte esencial de la política, muchas veces al margen (o en contra) de los mecanismos institucionales. En los 2000 es difícil decidir si nos gobierna una orga, los operadores o alguna combinación de los mecanismos que imponen jerarquías y servidumbres al margen de los partidos y los cargos públicos.
En la décima edición del Bafici, a pleno en estos días, hay una película que remite a la idea de la organización secreta. Es L’ avocat de la terreur, de Barbet Schroeder, un documental cuyo tema principal es Jacques Vergès, un personaje extraordinario. Hijo de un diplomático francés y de una vietnamita, Vergès nació en 1925 y saltó a la fama en 1957 como defensor de los militantes argelinos acusados de terrorismo por el gobierno colonial francés. Su defensa fue explosiva: una denuncia de la tortura sistemática utilizada por el ejército contra el FLN. En los años siguientes, Vergès prolonga su militancia política como abogado de los guerrilleros palestinos en distintas partes de mundo, pero entre 1970 y 1978 pasa a la clandestinidad. La película investiga su paradero en esos años, donde todo indica que perteneció a una organización clandestina, aunque es difícil saber cuál. Una de las hipótesis es que estuvo a las órdenes de Pol Pot, responsable de la muerte de millones de camboyanos, aunque Vergès declara en el film que no fue para tanto. Otra hipótesis es que trabajó para Waddi Haddad, el líder de una vasta red terrorista internacional que, aprovechando el fervor revolucionario de esos años, reclutaba sus militantes en diversos países, especialmente en Occidente. Uno de los aliados y consejeros más importantes de Haddad fue François Genoud, un millonario suizo que nunca ocultó su filiación nazi.
Pero en los ochenta, Vergès emerge y se establece de nuevo en París como abogado. Al principio, paga sus cuentas con dinero de Moshé Tshombé, el asesino de Patrice Lumumba, uno de los mayores íconos de la izquierda mundial en los sesenta. Entre sus clientes figurarán los dictadores de Gabón, Burkina Fasso, Chad y Togo, hasta llegar a Mlosevic, aunque su jefe parece siempre el superterrorista Carlos (a) el Chacal, mientras que otros suponen que trabajó para la RDA o para el mismo servicio secreto francés. En 1982, contactado por Genoud, Vergès se hace de su cliente más famoso: Klaus Barbie, el carnicero de Lyon descubierto en Bolivia. Barbie, dice Vergès en la defensa, no hacía nada demasiado diferente a lo de los franceses en Argelia. Todo vuelve al comienzo, salvo que ahora su voz no parece la de un militante sino la de un mercenario.
La vida de Vergès, en todo caso, estuvo en el centro de un enorme entramado de espías, organizaciones secretas y transferencias misteriosas de dinero. Según él mismo, nunca dejó de ser un anticolonialista de corazón, un comunista de verdad. Vital a pesar de su ochenta años, simpático, brillante, mundano, su figura no tiene equivalentes locales. Para ello haría falta que en nombre de viejas jerarquías y complicidades no sólo se ocuparan cargos y se ganaran licitaciones, sino que un reconocido defensor de los derechos humanos terminara representando a Videla. Por ahora no hemos llegado tan lejos