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La oscuridad de Congo

Existe una vieja anécdota sobre un grupo de antropólogos que penetraron en el corazón de la oscuridad en el centro de Nueva Zelanda en busca de una misteriosa tribu que, según se rumoreaba, era capaz de bailar una escalofriante danza de la muerte con máscaras de madera y barro.

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Existe una vieja anécdota sobre un grupo de antropólogos que penetraron en el corazón de la oscuridad en el centro de Nueva Zelanda en busca de una misteriosa tribu que, según se rumoreaba, era capaz de bailar una escalofriante danza de la muerte con máscaras de madera y barro. Un día, finalmente, encontraron la tribu y, de algún modo, se las ingeniaron para explicarles lo que buscaban antes de irse a dormir. En la mañana siguiente, los miembros de la tribu representaron una danza a la altura de sus expectativas. Los antropólogos regresaron satisfechos a la civilización y escribieron un informe sobre su hallazgo.

Desafortunadamente, otra expedición visitó a la misma tribu un par de años después, hicieron un esfuerzo mucho más serio por comunicarse con ellos y descubrieron la verdad sobre lo sucedido con el primer grupo: los miembros de la tribu entendieron que sus invitados querían ver una terrorífica danza de la muerte y, entonces, para no desilusionarlos sobre su elevado sentido de la hospitalidad, trabajaron toda la noche para fabricar las máscaras y practicar el baile que habían inventado para satisfacer a sus huéspedes. Los antropólogos, que creían echar un vistazo a un ritual exótico y extraño, en realidad estaban atestiguando una apresurada e improvisada puesta en escena de su propio deseo.

¿Acaso no ocurre algo similar hoy en Congo que, una vez más, emerge como el corazón de la oscuridad africano? La nota de tapa de la revista Time del 5 de junio de 2006, titulada “La guerra más sangrienta del mundo” –un detallado documento de cómo cerca de 4 millones de personas murieron en Congo como resultado de la violencia política durante la última década–, no generó ninguna de las habituales protestas humanitarias, sólo algunas cartas de lectores, como si algún tipo de mecanismo hubiera actuado de filtro para evitar que la noticia alcanzara su impacto completo. Para ponerlo en términos cínicos, Time escogió a la víctima incorrecta en esta lucha por hegemonía. Debería de haberse apegado a los sospechosos de siempre: mujeres musulmanas y su calvario, la opresión en el Tíbet... Congo ha emergido hoy como un efectivo “corazón de la oscuridad” conradeano: nadie se atreve a enfrentarlo. La muerte de un niño palestino de West Bank, sin mencionar siquiera la de un israelí o un americano, es mediáticamente miles de veces más importante que la muerte de un anónimo congolés. ¿Por qué esta ignorancia?

El 30 de octubre de 2008, la agencia de noticias AP informó que Laurent Nkunda, el general rebelde que sitiaba Goma, la capital del este provincial de Congo, anunció que quería entablar conversaciones directas con el gobierno a partir de sus objeciones a un acuerdo billonario que garantizaba a China el acceso a las vastas riquezas minerales del país a cambio de la construcción de vías de ferrocarril y autopistas. Tan problemático (neocolonial) como este tratado pudiera ser, plantea una amenaza vital para los intereses de los caudillos locales dado que su eventual éxito daría forma a la infraestructura base de la República Democrática de Congo como un Estado unido y funcional.

Ya en 2001, una investigación de Naciones Unidas sobre la explotación ilegal de los recursos naturales de Congo reveló que el conflicto en el país remite, principalmente, al tema de acceso, control y comercialización de cinco recursos minerales claves: coltán, diamantes, cobre, cobalto y oro. Según este trabajo, la explotación de los recursos naturales de Congo por los caudillos locales y ejércitos extranjeros es “sistemático y sistémico”, y los líderes ugandeses y de Rwanda en particular (seguidos de cerca por los de Zimbabwe y Angola) convirtieron a sus soldados en ejércitos de negocios: las fuerzas armadas de Rwanda facturaron cerca de 250 millones de dólares en 18 meses con la venta de coltán, utilizado para fabricar teléfonos celulares y laptops. El informe concluía que la guerra civil permanente y desintegradora de Congo “ha creado una situación de ‘ganar-ganar’ para todos los beligerantes. El único perdedor en esta vasta sociedad de negocios es la sociedad congolesa”.

Por debajo de la fachada de un enfrentamiento étnico, podemos percibir los contornos del capitalismo global. Tras la caída de Mobutu, Congo ya no existe como un Estado operativo y unificado. Especialmente, su porción oriental esta constituida por una multiplicidad de territorios gobernados por caudillos locales controlando, cada uno, su porción territorial con ejércitos que, por regla, incluyen chicos drogados y un vínculo comercial con alguna empresa foránea o corporación que explota la mayor riqueza mineral de la región. Este entendimiento beneficia a ambos socios: la empresa consigue sus derechos de explotación minera sin impuestos y el caudillo obtiene dinero a cambio. La ironía es que muchos de estos minerales son utilizados en productos de alta tecnología como laptops y celulares. En resumen, olvídense de las salvajes costumbres de las poblaciones locales. Sólo remuevan a las compañías de tecnología avanzada de la ecuación y todo el edificio de guerra étnica cimentado por viejas pasiones se desmoronará en pedazos.

Quizá la mayor ironía de todas sea que, entre los más grandes explotadores, se encuentran los tutsi de Rwanda, víctimas de un terrible genocidio hace sólo una década. En 2008, el gobierno de Rwanda presentó numerosos documentos que demostraron la complicidad del presidente Mitterrand (y su administración) en el genocidio de los tutsi: Francia respaldaba el plan para tomar el poder de los hutu, al punto de armar sus unidades de combate, para recuperar influencia en esta parte de Africa a expensas de los tutsi anglófonos. La declaración de rechazo de Francia frente a estas acusaciones como totalmente infundadas fue, por decir poco, por completo infundada. Llevar a Mitterrand al Tribunal de la Haya, aun en forma póstuma, hubiera sido un acto de verdad: lo más lejos que el sistema legal de Occidente llegó en este camino fue el arresto de Pinochet, quien, ya entonces, era un veterano y huidizo político. La acusación a Mitterrand habría cruzado esta fatídica línea y, por primera vez, habría enjuiciado a un líder político occidental que fingió actuar como protector de la libertad, la democracia y los derechos humanos. La lección de un juicio semejante habría sido también la complicidad de los poderes liberales de Occidente en lo que los medios presentan como la explosión del “auténtico” barbarismo del Tercer Mundo.

Definitivamente, hay mucha oscuridad en la densa jungla congolesa. Pero su corazón reside en otro lugar, en las lujosas oficinas ejecutivas de nuestras compañías de alta tecnología.


Traducción: Mariano Beldyk.



Pepe Eliaschev volverá a encontrarse con los lectores en este espacio el próximo domingo. Su cobertura de las elecciones en EE.UU. puede leerse en el cuerpo principal del diario.