“Gran parte de la información obtenida en la guerra resulta contradictoria, otra parte más grande es falsa, y la mayor parte es, con mucho, un tanto dudosa.”
Carl von Clausewitz (1780-1831); de su ensayo “De la guerra” (edición póstuma de 1832); “Capítulo VI: Sobre la información en la guerra”.
Me esperaba en la vereda, apoyado en una columna, con la mirada perdida. La última vez, después de su pelea con Fabián García, lo encontré en medio de una niebla tan espesa como la del final de Casablanca, furioso porque no lo dejaban entrar al edificio de PERFIL, que es –advierten los carteles– “libre de humo”. Me acerqué y Caruso apoyó su mano en mi hombro, fraternal. Era otra persona; sereno, apenas rodeado por un halo de humito blanco, como el que sale por los costados del capó si el auto recalienta. “Tenemos que hablar”, dijo, sin ese estado de excitación psicomotriz que es su marca registrada. “Ya sé que siempre me matás, pero esta vez escuchame. Quieren limpiarnos, Asch. ¡Ponelo, vos que escribís cualquier delirio!”.
—Eh, ¿viene en son de paz o me va a criticar la columna?
Caruso suspiró y clavó su mirada en el cielo. Se tomó unos segundos para contestar.
—Mirá, vos dame un rejuntado y yo te armo un equipo que sume. Eso lo sé hacer. El problema es que no todo es entrenar y jugar. Más si peleás el descenso. Contar con un respaldo es clave. En Newell’s lo tenía a López; en Racing, a Kirchner, que llegaba en helicóptero; en Tigre, a Massa; en Quilmes, a Aníbal, y en San Lorenzo, a Tinelli. Fui a Argentinos porque quiero al club y sabía que podía salvarlo. Pero se pudrió todo. ¡Segura salió a desmentir que había vendido el descenso por un puesto en la FIFA! ¿Podés creer? Ahora ya está. Somos el nuevo Banfield.
—Es curioso que Segura, hombre con experiencia y cercano a Grondona, le diera entidad a un chisme anónimo de internet. Lo único que consiguió fue instalar más la sospecha. Y su equipo, Caruso… es muy livianito. No parece suyo.
—¡Por primera vez dirijo a un jugador más petiso que yo! –dijo, al borde del llanto, recordando a Keko Villalba–; no nos sale una y los demás nos cavan la fosa. Miadosqui, por ejemplo, que defiende la incentivación y usa gorritas de la AFA. Cuando perdimos con ellos en San Juan, lo vi con los pitos, lo más amable. ¡Y una semana atrás había denunciado una conspiración para mandarlos a la B!
—Exótica conspiración: no culpó ni a los árbitros ni a sus colegas ni a la AFA. Es verdad que le cobraron mal varios partidos, pero es obvio que cuando se irrita no tiene filtro, dice cualquier cosa y después recula. Usted hace lo mismo, Caruso.
Me miró y no dijo nada. La dejó pasar. Decidió apuntar a sus rivales, que, sabe, van por él.
—San Martín tiene atrás a una provincia, la minería, qué sé yo… El año pasado parecía liquidado y al final, no sé cómo, zafó, ¿viste? Quilmes es buen equipo y necesita pocos puntos. Pero lo de Independiente…
—¿Qué?
—¿Dónde entrenan? En el predio de la AFA en Ezeiza. ¿Quién le eligió al técnico? Marconi, presidente del Sadra, hincha de Independiente y panelista de Vignolo, como Brindisi. ¿Quién convenció a Miguelito de que agarre? Don Julio. ¿Con quién se reúne los lunes Cantero? Con el jefe o el hijo. ¿Quién los dirige contra San Juan? Pezzotta, juez de Marconi. ¿Y yo qué hago? ¿Me la como doblada?
—No me arrastre al chiste fácil, Caruso. Anime a su plantel. ¡Convénzalos de que pueden!
¿Recuerdan la mirada de Woody Allen a Mariel Hemingway en el final de Manhattan? Así me miró, entre melancólico y perplejo. Fue un instante. En cuanto se sintió expuesto, reaccionó.
—¡Claro que los voy a levantar! Estamos a seis puntos, ellos tienen que ganar y tampoco son el Bayern, ¿no? Lo que me come la cabeza son los rumores…
Un taxista asomó la cabeza por la ventanilla y le gritó:
—¡Estás al horno, Caruso! ¡Te vas vos, como Banfield, y sale campeón River; está todo arreglado, papá!
No tuvo ánimo como para contestarle. Pero me clavó la mirada: quería saber si sabía algo.
—Pavadas. Se corrió la voz de que Vélez iba a entregar el partido de la Copa a cambio de un título seguro en 2014; así Newell’s sigue en los dos torneos, River tiene más chances de ser campeón y Grondona compensa, después de su pelea con Passarella, aquel descenso que tantos problemas les trajo a todos. Una estupidez.
—¿Vos decís? Pero pasó Newell’s, ¿no? –Caruso transpiraba, se tocaba la frente–, todo es tan raro. ¿Viste Banfield? Fue campeón y a los tres años, chau, a la B. ¡El Taladro de Portell, íntimo de Grondona, como Segura! ¿Y cuánto hace que Argentinos salió campeón? Tres años, justo. ¿Será una casualidad?
—Lo noto muy paranoico, Caruso. Lo que sí creo, porque ya lo vivieron hace dos años, es que a nadie le conviene que un grande descienda. El negocio entra en crisis, el Nacional B se mezcla con la A, se proponen torneos nuevos para emparchar la cosa... El fútbol, como cualquier espectáculo, necesita de los que más convocan. Si pudieran salvar a Independiente –ni me imagino cómo, claro–, lo harían.
—Pucha, justo se me acabaron las Nervocalm –susurró Caruso luego de revisar sus bolsillos. Volvió a apoyar su mano en mi hombro antes de despedirse y apenas sonrió cuando intenté animarlo con una chicana: “¡No me midásss…!”. Lo vi irse, con su delicada estela de humo blanco, ensimismado, hablando solo.
“Tengo que reunirme urgente con Segura. ¿No debería hacerme un chequeo? Ah, si tuviera más altura en el plantel… Voy a melonear al negro Arangonó para que se crea mejor que Drogba. No podemos perder más. Hay que ser inteligentes. ¡Seis puntos no es tan poco, viejo!”.
Mascullaba. Maldecía. Pero cuando dobló por Alsina lo noté más animado. Ya caminaba otra vez sacando pecho, dispuesto a todo; como Lee Marvin, el Major Reisman, después conocer a los Doce del Patíbulo y aceptar esa misión loca, con todas las de perder.