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angustias

La paz de Riobamba

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Y de pronto toda la realidad se mudó a Salta. La realidad es esa mezcla de estadísticas prepizzas y PASOS desfasados que permiten a los políticos acomodar sus movimientos. No es metáfora; parece que a Walter Wayar le dieron un baile. El candidato de los spots lisérgicos no se baja; dice que seguirá trabajando en su plataforma y –supongo– en su coreografía. Porque Walter revela que lo uno es lo otro. ¿A qué definición de política nos estamos acostumbrando? No me sirve de coartada oír que “esto siempre fue así”.

Andrea Garrote, con lúcida anticipación, escribía hace cuatro años, para su estreno de Niños del limbo: “Al no sentir ningún tipo de conexión representativa con algún grupo o acción masiva y percibir con angustia el juego del poder como indigno, cruel e invencible, cometemos el triste pecado de la omisión. Nos escindimos de la participación activa en la realidad de nuestra comunidad. Sin ir más lejos, pienso en los teatristas de mi ciudad, en mí misma, ensayando encerrados a pocas cuadras de crisis civiles, de cambios de jefes de gobierno, de levantamientos. Sintiendo conmocionados, pero ajenos y sorprendidos por el accionar de unos como de otros. Allí estamos en nuestro limbo, libres de culpas por no ser ricos, alimentándonos de ficciones, haciendo gala de un pesimismo político crónico ya no pensado, que peca de soberbio, que paga grandes consecuencias. Señores: no se trasciende si no es en comunidad, no hay amor solidario sin lazo social, no hay fiesta sin amigos”. Lo que Andrea Garrote afirma para un grupo de actores, que así se oponen –con sus frágiles herramientas–al estado de las cosas, bien podría aplicarse a cualquier grupo de personas desencantadas.

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Cuatro años después, Garrote nos trae El Combate de los Pozos, una acuciante vuelta de tuerca, una pieza exquisita. ¿A quién pertenecen las reglas del mundo? ¿Desde cuándo creemos que no podremos modificarlas? ¿Por qué la palabra “revolución” pega tan mal en las masas que la oportunidad la ha disfrazado de “evolución”?

En El Combate de los Pozos unos políticos trasnochan en su despacho del Congreso. Al tratar de salir por la calle que hace de título, descubren que una muchedumbre calladita se manifiesta en ríspido silencio, sin consignas, sin violencia aparente y sin intenciones de ceder un palmo. Pero como si la realidad fuera una geografía elástica, un mapa de toros que se pudiera doblar por una línea imaginaria que nadie conoce, a unas cuadras de allí, en Riobamba, la contracara caprichosa de Combate de los Pozos, unos civiles planean el nuevo número de una revista de filosofía política, un número 1 en el que reparar todos los torpes errores del número 0. Los mismos actores encarnan a los políticos y los críticos y la superposición –que podría ser sólo cómica– va dando paso a una angustia innominable, pese a ese aire de lúgubre optimismo que revalida la necesidad de abandonar el eterno error del número 0 y hacer algo.

Para empezar, silencio.