Estamos viviendo una verdadera película. Un guion fantástico, por momentos espeluznante, y con roces apocalípticos. Muerte, angustia, pérdidas económicas, y promesas de cambios en el estilo de vida. Solo falta un condimento: el héroe que nos salve. Al igual que en Hollywood, los especialistas tradicionales no dan pie con bola. Y a diferencia, falta el personaje marginal, adorable, e ignorado por el mainstream que acabe con este pandemonium.
El nudo inicial del film son los gobiernos sorprendidos por el virus. Su reacción es la esperada: a mundo distinto reacciones apuradas, que vistas en perspectiva lucen exageradas. El público se ríe de los errores de principiante de los líderes mundiales. Es hora de ver algo de acción, y luego un happy ending.
Entra en escena la disyuntiva entre salud y economía, epidemiólogos versus economistas. Un personaje de reparto y potencial candidato al Oscar levanta la temperatura: el economista Tyler Cowen del blog Marginal Revolution publica una serie de críticas “teóricas” a los epidemiólogos. Pide, entre otras cosas, considerar la conducta económica humana en sus modelos, pues la gente aprende a cuidarse y las empresas acomodan sus negocios a la nueva realidad. Cowen finaliza su nota despectivamente y reclama a los epidemiólogos credenciales que prueben sus capacidades y ausencia de sesgos. Crece la tensión en la sala. Un comentarista del blog, PhD en economía y en epidemiología, le contesta en tono amargo que los mejores trabajos epidemiológicos se basan en las ideas más robustas de la historia de la economía. Señala que no hay modelos listos para tratar con el COVID-19 y que debe trabajarse con espíritu colaborativo, no competitivo. Cowen recula y publica la respuesta. El público se aburre y empieza a escasear el pochoclo.
El nuevo acto son los economistas confundidos. Se publican cientos de trabajos teóricos y empíricos y toda conclusión parece válida. En un giro algo dramático, algunos papers calculan el valor de la vida humana y la comparan con los costos económicos de la cuarentena. El público apaga por un momento el celular y vuelve a la pantalla, pero pronto el debate se difumina, porque según parece ese valor no es fácil de estimar. Como demostró el nóbel Richard Thaler, la gente valúa su vida mucho más si la pregunta explicita los riesgos involucrados. En el celuloide la vida suele valer infinito, y si bien la realidad es mucho menos emotiva, no es más contundente en la medición. Nadie concluye nada y los espectadores vuelven a chequear sus mensajes.
Al fin emerge un candidato con la llave para un desenlace tranquilizador. La Economía de la Conducta seduce al público porque, a diferencia de esos teóricos con corazón de modelos matemáticos, se ocupa del comportamiento “real” de los humanos. La película nos quiere decir, anota un crítico avezado en su butaca, que para comprender las reacciones de la gente en la pandemia no hay que suponer un homo economicus, sino un homo sapiens.
La trama se ensambla. Estos eco-psicólogos advierten que las impresiones del público sobre los riesgos de la pandemia son inexactas. Afirman que somos presa de la “heurística de disponibilidad” y que exageramos el pánico ante imágenes salientes, como al ver entierros en fosas comunes (aquí el director nos regala planos inolvidables). Desconocer la enfermedad y sus consecuencias, dicen, tiene efectos similares. El cine se inunda de entusiasmo; estos simpáticos personajes parecen tener todas las respuestas. Hasta que otro eco-psicólogo asegura que la gente subestima esos riesgos, ignorando la naturaleza exponencial de los contagios y sus posibles fatalidades. Un murmullo invade la sala, y hasta se siente un tenue silbido. ¿Qué estrategia debemos seguir? ¿No alarmar a la población para evitar un pánico innecesario, o alarmarla para que no se relaje ante los riesgos que no percibe? Los eco-psicólogos insisten: muestran dibujitos originales, frases pegadizas y siglas memorables para cuidarse, pero el público percibe en sus recomendaciones puro sentido común… lejos de la salvación épica de la especie que toda película de catástrofes pide. El crítico de cine los tacha definitivamente de su lista de protagonistas estelares.
Promediando la proyección, nace una última esperanza. Son las nuevas tecnologías de la información, el análisis de datos, la complejidad y el machine. El espectador medio no entiende bien de qué se trata, pero han visto más de una película donde unos nerds con problemas de relacionamiento social terminan teniendo razón. Uno de ellos es Neil Ferguson del prestigioso Imperial College de Londres, excelente nombre para un paladín de la salud. Ferguson elaboró un modelo de alta influencia en las políticas contra la pandemia, una especie de SimCity sin gráficos que simula el comportamiento de hogares, escuelas, oficinas, y sus conexiones. La palabra “eureka” resuena en el cine, y parece que se viene el climax final. Los expertos revisan el modelo. Seguramente serán humillados por nuestro galán británico, más inteligente y mejor vestido que ellos. Pero resulta que Ferguson no logra explicar el funcionamiento de su criatura. El artefacto contiene 450 parámetros, cada uno de los cuales define una dimensión que según especialistas transforma a este aparato en 19 veces más difícil de comprender que todo el universo. Para peor, con cada recálculo el modelo brinda resultados diferentes. Una verdadera obra de ciencia ficción.
La película continúa así hasta terminar, presentando un falso profeta tras otro, con sus ilusorias soluciones. El artístico final muestra una pipeta y una jeringa, y el perspicaz crítico captura la metáfora de inmediato: lo único que podrá salvarnos será la vacuna. El público no sale decepcionado, sino irritado. Amistades y parejas de años se rompen de inmediato al culparse unos a otros por haber elegido este bodrio. La realidad del coronavirus es indudablemente una mala película, pero tiene una ventaja: no se nos permite ir al cine.